Mendigos
Nos pide la Comunidad de Madrid que no demos un duro a los mendigos. Ha hecho un llamamiento en ese sentido por boca de Esperanza García, que es la directora del Instituto Madrileño del Menor y la Familia. Argumenta doña Esperanza que denegando limosnas se erradica la mendicidad, frenando además el número de indigentes que suelen recorrer las calles en la época navideña. Está claro que si a los pobres que nos abordan nadie les diera nada, la mendicidad desaparecería en tres días de las calles de Madrid. Tal supuesto, sin embargo, es hoy por hoy una utopía. Todos en alguna ocasión hemos sucumbido a la tentación de poner unas monedas en las manos del pedigüeño de turno, apaciguando así por unos segundos nuestra maltrecha conciencia.Un bálsamo de efectos muy transitorios si nos paramos a pensar que desprenderse de veinte duros no es tampoco el gran sacrificio que nos convierte en acreedores del cielo, y a lo peor estamos fomentando una práctica que, a la larga, provoca efectos sociales tremendamente nocivos. El caso más evidente lo tenemos en el colectivo de rumanos, al que la necesaria conmiseración que merece su precaria forma de vida ha logrado eclipsar lo inadmisible de la misma. Desplegados por los cuatro puntos del territorio urbano, los miembros de esta etnia han desplazado, y no quiero imaginar cómo, a los indigentes locales de las esquinas y semáforos más rentables de la ciudad. Todos parecen alumnos de una misma cátedra de la mendicidad, con muecas y ademanes lastimeros estudiados por generaciones de pordioseros para conmover a los viandantes. El más habitual es el de llevarse la mano a la boca con un gesto de hambruna. Una expresión cuyos efectos quedan frecuentemente neutralizados ante la visión de sus dentaduras con varias piezas enfundadas en oro de 18 quilates que jamás podría pagarse un pobre de solemnidad. Sorprende también la espectacular proliferación de tullidos y lisiados entre los miembros de este colectivo. La mayoría de los adultos que nos abordan muestra una supuesta cojera sin que exista causa natural alguna que justifique tanta desgracia en sus anatomías. Toda esa puesta en escena pertenece a la más vieja tradición de la picaresca mendicante, de la que Madrid cuenta con una amplia representación de formas y estilos. Un abanico de personajes que van desde aquellos que justifican sus demandas basándose en algún percance transitorio, hasta quienes tratan de conquistar la voluntad de los transeúntes soplando una flauta sin orden ni concierto, pasando por esos otros que se arrodillan y gritan su desgracia clamando caridad. No aflojan tampoco los que cubren su cuerpo de estampas santeras en el intento de ablandar el corazón del personal beato. Fórmulas diversas más o menos imaginativas y, en la mayoría de los casos, seguramente legitimadas por unas circunstancias personales que convirtieron en dramática la vida de quienes las emplean. Lo que no es socialmente tolerable es en cambio la utilización de niños para esta práctica. La pasada semana, una chica rumana de 14 años era sorprendida mendigando en la zona de Goya con un bebé de sólo 20 días que resultó ser su hija. La utilización de los críos para aumentar la recaudación callejera es una costumbre muy arraigada entre los gitanos rumanos que aquí no se les debe consentir. Fue en su momento la presión de la opinión pública la que obligó a las administraciones a ofrecerles unas condiciones dignas de subsistencia, entre las que incluyeron la escolarización de sus niños. Condiciones que ellos mismos vulneran cuando les envían a pedir por las calles comprometiendo su futuro. Que los adultos lo hagan ya supone una cierta tomadura de pelo a la ciudadanía, que termina comprobando cómo desarrollan un modus vivendi del que no parecen tener intención alguna de salir. Pero si, además, estamos favoreciendo involuntariamente que sus hijos sigan el mismo camino, entonces el error es superlativo. Aunque lo recomendable sea practicar la caridad ayudando o apoyando económicamente a las ONG que trabajan seriamente en las labores humanitarias, nadie puede impedir que una persona entregue unas monedas a quien quiera o calme su conciencia como le plazca. Quienes así lo hagan han de contenerse, sin embargo, cuando tengan delante a un menor. Deben saber que cuando dan limosna a un niño están condenándole a la miseria.
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