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El siglo XXI empezó en Seattle

Por fin un debate, por fin un comienzo. Una polémica contumaz oponía hasta noviembre a los soberanistas integrales y a los mundialistas tecno-económico-mercantiles. El nuevo debate se sitúa más allá de esta estereotipada oposición. En Seattle ha surgido una toma de conciencia de que el control de la mundialización sólo puede realizarse a escala mundial. Por lo tanto, conlleva un tipo de mundialización diferente a la del mercado. Incorpora el soberanismo, pero superándolo.A menudo me había extrañado que no quedase nada de la tradición internacionalista del socialismo, acartonada en el europeísmo por los socialdemócratas o convertida en repliegue nacionalista en la fase moribunda del comunismo.

Había embriones de ciudadanía terrestre a raíz de la toma de conciencia de los peligros a los que estaba expuesta la biosfera, a raíz de movimientos como Médicos Sin Fronteras, Amnistía Internacional, Greenpeace, Survival International e innumerables ONG.

Había una contraofensiva, ya mundializadora, articulada en torno al impuesto Tobin, llevada a cabo por los grupos Attac. Había resistencias, locales y dispersas, a los alimentos transgénicos, a la industrialización excesiva de la agricultura, a la avalancha de la malnutrición. Había múltiples resistencias a la homogeneización mental y cultural, pero sólo se efectuaban a través de un repliegue hacia lo local o lo nacional.

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Había una conciencia cada vez mayor de que el mercado mundial necesitaba controles y regulaciones y de que su propagación se debía a un nuevo desembarco del capitalismo en el mundo. Había también, aquí y allá, todavía vivo en un pequeño número de intelectuales, un espíritu universalista y humanista que empezaba a arraigar y a concretarse en una conciencia propiamente planetaria o terrestre.

Y, todo esto, que estaba disperso, de repente se encontró reunido. El encuentro entre un bigotudo aldeano francés, considerado con acierto la reencarnación de Astérix, y la conferencia mundial de Seattle fue el elemento catalizador. De modo casi espontáneo, a partir de asociaciones, de ONG, de experiencias locales, se constituyó una internacional civil fuera de los partidos políticos.

Es cierto que el movimiento fue rápidamente parasitado por trotskistas, libertarios, comunistas y, como de costumbre, hay el peligro de que futuros conflictos e infiltraciones entre estos sectarios lo deformen y destruyan. Pero ya, espontáneamente, ha encontrado y proclamado una sentencia admirable que expresa del modo más conciso el núcleo del debate: "El mundo no es una mercancía". La fórmula no revela más que la verdad de la profecía de Marx que denunciaba la mercantilización progresiva de todas las cosas, incluidos los seres vivos y los humanos. Denuncia implícitamente la lógica del cálculo que gobierna las mentes de los tecnócratas y econócratas, y es ciega ante los seres, las pasiones, las desgracias y las alegrías humanas. Proclama, por último, que hay que responsabilizarse del mundo.

Las fragmentarias tomas de conciencia se reunieron en Seattle y se mundializaron. De hecho, la mundialización tecnoeconómica de la década de los noventa era el nuevo estadio de un proceso iniciado en el siglo XVI con la conquista de América, a la que siguió la colonización del planeta por el Occidente europeo y que, tras las descolonizaciones, sufrió la hegemonía tecnoeconómica de Estados Unidos.

Como ya he dicho en otro lugar, este proceso se vio acompañado y contestado por una segunda mundialización, también minoritaria, que apareció con el reconocimiento de los derechos humanos de los indios de América (Bartolomé de las Casas) y de la legitimidad de las civilizaciones no europeas (de Montaigne a Voltaire).

Esta segunda mundialización prosiguió con la difusión de las ideas humanistas y universalistas, impulsadas por la Revolución Francesa y, más tarde, con las ideas internacionalistas y las primeras aspiraciones a los Estados Unidos del mundo (Victor Hugo).

En la segunda mitad del siglo XX, a pesar de la descomposición y de la degeneración de los internacionalismos, a pesar de las fiebres nacionalistas y de los fanatismos religiosos, hemos visto desarrollarse las múltiples ramificaciones de una ciudadanía terrestre, preludio de la toma de conciencia de una "Tierra patria", que ha de arraigar en las conciencias sin por ello suprimir las virtudes de las diferentes y múltiples patrias nacionales. Se trata de unir, no sólo de forma tecnoeconómica, sino sobre todo intelectual, moral y afectiva, los fragmentos dispersos del género humano.

Seattle, que debía consagrar el irresistible avance de la mundialización tecnoeconómica, ha visto el nacimiento de un nuevo movimiento de escala y amplitud mundiales.

Este nuevo movimiento asocia un soberanismo de raíces, de cultura y de civilización (que, si bien reconoce al Estado nacional, no es en absoluto de estatismo nacionalista), a una auténtica conciencia de los problemas mundiales así como a una nueva voluntad de actuar asociando a todos aquellos que están amenazados por la hegemonía de lo cuantitativo, de la rentabilidad, del beneficio y de la maximización.

Esto, lejos de excluir a EEUU en un antiamericanismo cerril, permite asociar a sus agricultores y consumidores con los agricultores y consumidores europeos. También, como insiste José Bové, en el movimiento se incluyen los problemas y necesidades de los demás continentes: la enorme masa humana del llamado "mundo en vías de desarrollo", que sólo encuentra su capacidad exportadora en el bajísimo coste de una mano de obra privada de derechos sindicales; el mundo africano empobrecido por los monocultivos importados de Occidente que han destruido las agriculturas de subsistencia y arrojado a las chabolas de los suburbios a los campesinos desarraigados.

El movimiento de la segunda mundialización debe responsabilizarse de todos los habitantes de la Tierra. El problema de tres o cuatro socios con intereses divergentes no puede ser resuelto de inmediato, pero el nuevo movimiento puede plantear ya unos compromisos y un camino a seguir.

Un mundo nuevo surge de entre la niebla de diciembre de 1999.

Por un lado, podemos ver a la hidra formada por la conjunción de los desarrollos de la ciencia, de las técnicas y del capitalismo, y que convergen ya de modo formidable en la industria genética.

Estos acontecimientos, impulsados por la búsqueda del beneficio, de la maximización y de la rentabilidad, obedecen a una lógica calculadora y determinista que es la de la fabricación y uso de las máquinas artificiales, lógica que se extiende a todos los sectores de la vida humana.El capitalismo, necesario por otro lado para la economía competitiva, no es sólo un enemigo. La hidra contiene elementos beneficiosos que pueden modificar el curso de los acontecimientos. Así, numerosas disciplinas científicas se agrupan y desarrollan un conocimiento complejo, a la inversa del curso simplificado y reduccionista del siglo anterior. Sectores científicos cada vez más importantes, con la ecología a la cabeza, alumbran la segunda mundialización, mientras otros están cada vez más integrados en la economía del beneficio.

Las técnicas, incluidas las técnicas de información-informática-comunicación como Internet, entrañan tantas virtualidades emancipadoras como virtualidades esclavizantes. Además, ha sido la mundialización de las comunicaciones la que ha permitido la formación y la movilización de una protesta planetaria en Seattle. Pero la obediencia ciega a la lógica artificial y a la del beneficio constituye el gran peligro para la civilización y, más aún, una amenaza global para el género humano: el armamento nuclear, la manipulación genética y la degradación ecológica son hijos del desarrollo de la triada ciencia-técnica-industria.

Y podemos ver sus efectos en cadena:

Primera cadena que se cierra sobre sí misma en un círculo vicioso: agricultura intensiva, alimentos transgénicos, rentabilidad intensiva en la agricultura y en la economía, degradación de la calidad de los alimentos, degradación de la calidad de vida, homogeneización de los estilos de vida, degradación de los medios naturales, de los medios urbanos, de la biosfera y de la sociosfera, de las diversidades biológicas culturales, de lo político a lo económico, precariedad del empleo y destrucción de las garantías sociales, falta de visión de los problemas fundamentales y de los problemas globales (que, en su mayoría, coinciden).

Otra cadena puede formar un círculo virtuoso vinculando agricultura biológica y agricultura racional, búsqueda de lo mejor y no del máximo, de la calidad por encima de la cantidad, predominio del ser sobre el tener, aspiración a gozar de la plenitud de la vida, voluntad de salvaguardar la diversidad biológica y cultural, esfuerzos para regenerar la biosfera, civilizar las ciudades, revitalizar el campo. Todo ello debe converger en la elaboración de una política de civilización que se encargue de todos estos aspectos y en la toma de conciencia de los problemas globales y fundamentales para el género humano, es decir, los ciudadanos de una Tierra que debe volver a ser patria.

En efecto, el arraigo y la ampliación de un patriotismo terrestre constituirán el espíritu de la segunda mundialización, que querrá y podrá quizá domesticar a la primera y civilizar la Tierra.

La situación es básicamente compleja. Antes dijimos que la primera mundialización conlleva contracorrientes positivas nacidas del propio exceso de desarrollo de las corrientes negativas. La batalla no tiene lugar sólo entre la conferencia oficial de la primera mundialización y la expresión, y las presiones, de la segunda. En el seno de la conferencia oficial hay batallas entre Europa y EE UU, entre el Sur y el Norte, entre naciones opulentas y naciones necesitadas. La segunda mundialización debe mantener una compleja alianza entre las soberanías nacionales y la nueva soberanía internacional de la Tierra patria. Parasitada por los nostálgicos del marxismo-leninismo, corre el riesgo de dividirse. Todavía sufre muchas simplificaciones, pero la simplificación del bando contrario es arrasadora por su cálculo y su reducción de todo a la economía.

Los frentes se entrecruzan y se solapan entre sí. Hay que pensar, afrontar y no eludir, sobre estas complejidades para lograr despejar un camino. No es la lucha final. Es la lucha inicial del siglo venidero la que dibuja su rostro: a escala humana, a escala planetaria.

Edgar Morin es sociólogo francés.

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