Puertas abiertas
Hace unos días, en homenaje a la Constitución democrática española de 1978, y en su nombre, al pueblo soberano, se desarrollaron en el Parlamento unas jornadas especiales que ya se han convertido en tradición y que consisten en la celebración de sesiones de puertas abiertas en el edificio de las Cortes. Es decir, durante un par de días previos al 6 de diciembre, Día de la Constitución, cualquier ciudadano debidamente documentado y disciplinadamente ordenado en fila puede acceder a las dependencias parlamentarias. Una vez dentro, se le brinda al visitante un recorrido guiado, al mejor estilo turístico, con tintes apasionantes. Yo no he entrado al templo del consenso, pero me imagino al guía señalando con mucha profesionalidad: "Ahí arriba rebotó la bala que no le dio a nadie de puro milagro... allí es donde a veces le dan ataques de risa nerviosa al señor presidente... desde allá es desde donde la diputada grita lo de marrano..."; y me imagino también las sonrisillas complacientes de los demócratas guiados, los rictus medianamente condenatorios o políticamente correctos de esos votantes. Al final, según me ha dicho Paco, que es el conserje de mi oficina e hizo el recorrido, te invitan a un café y te regalan un ejemplar de la Constitución y un plumier (¿?).Las colas para entrar al Congreso de los Diputados, que tuve ocasión de contemplar a lo largo de esos días, me dejaron primero sorprendida (o "estupefacta" por aliteración, pues hacía un frío que pelaba y yo me imaginaba "tumefactos" a todos esos demócratas que esperaban horas a la intemperie hasta que llegara su turno) y después me dieron mucho que pensar. Estuve espiando disimuladamente, pues no dejaba de preguntarme qué tipo de persona es capaz hoy en día y en pleno invierno de semejante sacrificio por la patria. En este sentido, y en vista del personal, no obtuve buenos resultados en lo que a tal impulso altruista se refiere, por lo que deduje que se trataría más bien de una manera anual de pasar el rato (en el caso del alto porcentaje de jubilados que pude apreciar), de un trabajo obligatorio para el colegio (en lo que al número de adolescentes bakaladeras se refiere), de un gesto egocentrista ("yo también estuve allí", parecía anticipar mucho gesto adusto de falsa indiferencia de clase media) o de una compulsión indiscriminada (¿la posibilidad del plumier gratuito?).
En realidad, lo que más llamaba mi atención era el hecho de que toda esa gente se había acercado al Congreso no para asistir a una sesión parlamentaria y poder ejercer su derecho a ser testigos de la actuación laboral de sus asalariados, los señores diputados, sino simplemente para poder pisar por donde ellos pisan y hasta, con un poco de suerte, sentar sus reales donde los sienta habitualmente, por ejemplo, José María Aznar. Y, llegada a este punto, se me dispara al aire la cabeza como a Tejero la pistola, pues no puedo más que colegir de semejante deseo una pulsión anal que, dados su virtual objeto y las tan poco propicias circunstancias, no tengo prejuicio en tachar de pervertida y fatal. Que ya son ganas, vaya.
Pero nos hemos quedado pegados al escaño (y me reprimo para no seguir por la vía de la catáfora) cuando yo a lo que iba era a la cuestión de la representación. O sea, que todos esos ciudadanos de a pie (porque lo de la pulsión de asiento es sólo un momentito y es algo excepcional) no esperaban en realidad para ver a sus representantes por las urnas, sino simplemente la representación de los mismos, ya que justo ese día los representantes no aparecen por el espacio que les representa. A mí tanta representación me parece un exceso de platonismo.
Aquellas colas en cuestión (las colas para penetrar al hemiciclo) daban la vuelta a la calle de Zorrilla, recorrían la calle de Fernanflor, bajaban por la carrera de San Jerónimo y llegaban hasta el paseo del Prado, lo que demuestra que la pulsión es masiva, para qué nos vamos a engañar, aunque la entrada sea por detrás. Porque las puertas abiertas eran las de atrás, por las que entran al edificio los trabajadores de la institución, incluidos los señores diputados. O sea, las puertas de servicio. Con lo que hubieran dado los de la cola por sentirse reinas por un día y ascender con solemnidad la escalinata de los leones. Reinas por un día.
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