Inmigrantes: hora cero
EL GOBIERNO y el Partido Popular han llevado el debate sobre la nueva Ley de Extranjería a una situación verdaderamente complicada. En la recta final de su tramitación parlamentaria pretenden renegociar desde cero a su paso por el Senado sus aspectos más sustanciales, como si la larga discusión de año y medio en la Comisión Constitucional del Congreso no hubiera servido para nada. Pero lo más chocante de esa actitud es que resquebraja el amplio consenso alcanzado en ese ámbito entre los grupos parlamentarios, incluido el Grupo Popular. Se comprende que los socios catalanes del Gobierno se sientan poco menos que burlados y que la oposición asista al nuevo espéctaculo como convidado de piedra. Es difícil, por no decir imposible, que en apenas una semana -el tiempo que resta para el pleno del Senado del día 13- se pueda modificar con la serenidad requerida y el consenso imprescindible un texto trabajado y debatido durante 18 meses.El Grupo Popular se ha descolgado nada menos que con 112 enmiendas al texto procedente del Congreso, lo que supone la modificación de 51 de los 63 artículos de la ley y la mayor parte de sus disposiciones adicionales. La mayoría absoluta de que dispone en el Senado le permite sacar adelante sus enmiendas, pero si no logra el visto bueno de sus socios -CiU y Coalición Canaria- lo que consiga en el Senado no le servirá de nada en el Congreso, donde necesita su apoyo. Sin ese consenso podría darse la circunstancia de que el texto que saliera definitivamente aprobado del pleno del Congreso del próximo día 23, último de la legislatura, no llevara incorporada ni una de sus 112 enmiendas presentadas en el Senado. El Grupo Popular necesita, pues, del acuerdo de sus socios para que se aprueben las modificaciones que pretende.
El Gobierno, o, mejor, Interior, Asuntos Exteriores y Economía, han justificado sus fuertes reticencias al texto del Congreso, bien que expresadas en el último momento, por su supuesta inadecuación a las directrices europeas sobre inmigración, especialmente las aprobadas en la reciente cumbre de Tampere. Sin embargo, ni Trabajo ni Asuntos Sociales han visto tal inadecuación o al menos no la han considerado tan desmedida como para dar la voz de alarma. Sin duda debe existir una armonización básica entre las leyes de inmigración en los países de la UE para que ninguna de ellas sea un coladero o produzca un efecto de llamada a la entrada de inmigrantes en el espacio común europeo. Precisamente, la nueva Ley de Extranjería pretendía actualizar la vigente en España desde 1985, ya desfasada y muy lejos de las políticas imperantes en el conjunto de la UE. Es posible que en algunos aspectos el proyecto de ley hubiera ido demasiado lejos, pero no cabe admitir que su práctica totalidad vulnere los acuerdos europeos sobre inmigración, como ahora pretende el Grupo Popular o, si se quiere, el Ministerio del Interior. En todo caso, ni sus socios parlamentarios ni la oposición han advertido este peligro, y si el Grupo Popular lo vio alguna vez, ha actuado con grave irresponsabilidad al denunciarlo sólo en el último momento.
La situación es surrealista. El Congreso ha dado curso a una ley a la que el Gobierno pone serias objeciones, y a la que el PP quiere dar la vuelta como un calcetín en el Senado. Tanto si el desenlace es una ley apenas distinta de la de 1985, en la que nuevamente los criterios de policía y de seguridad priman sobre los de integración, como si se trata de la muerte de hecho de la ley, aplazándola a una próxima legislatura, no sólo se habrá causado una enorme frustración entre el medio millón de inmigrantes que viven y trabajan en España, sino que persistirá un vacío legal que a todos interesa llenar cuanto antes. España ha llegado a un grado de desarrollo económico y social en el que necesita de los inmigrantes tanto como éstos de España. Sería injusto mostrarse cicateros en el reconocimiento de derechos a personas tan necesarias para los intereses de la economía y provechosas para el conjunto de la sociedad.
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