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Tribuna
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Extranjería: las razones del rechazo

Javier de Lucas

Hasta entre sus más desmayados partidarios se admite que el pronunciamiento del Gobierno sobre la proposición de reforma de la ley de extranjería ha producido confusión y alarma social. La opinión pública parece, en efecto, confusa y procupada ante el mensaje de que la futura ley, publicitada como una ley progresista, incluso "la ley más abierta de Europa", sería un proyecto irresponsable que es necesario corregir a fondo o cancelar. Irresponsable, porque nos alejaría del resto de la UE y de nuestras obligaciones en la Unión. Irresponsable, por las nefastas consecuencias derivadas de la equiparación de derechos de los inmigrantes legales y, sobre todo, de los que se insiste en llamar "ilegales" con los ciudadanos españoles. Esa equiparación produciría inevitablemente una avalancha migratoria, una invasión, a la par que un incremento de las mafias, y se traduciría en un incremento de gasto público en salud o educación imposible de asumir y en otros efectos indeseables derivados de la incompatibilidad cultural que desembocarían en un grado de conflicto social impensable.No presentaré los argumentos que ponen en evidencia lo infundado de ese mensaje, las omisiones y errores que contiene, como el carácter aún irrelevante de la inmigración en nuestro país o la contribución de los inmigrantes al PNB, a la Hacienda pública, a la Seguridad Social, pues cotizan, pagan impuestos y sostienen sectores con déficit de mano de obra. Me interesa, sobre todo, tratar de entender las razones del rechazo.

Sería ingenuo pensar que la reticencia es fruto de una repentina toma de conciencia de lo que la ley supondría. No. Hay otras razones. La primera, probablemente, el cálculo de un beneficio electoral ante el mensaje, que cala fácilmente en la opinión pública, de que era necesario moderar los excesos. A esos efectos, la estrategia del Gobierno trata de presentar ese texto, consensuado por todos los grupos después de un largo debate (y es elocuente el menosprecio del Parlamento que ello revela), como un paso irresponsable. Recuerdo que en un seminario en Valencia con profesores, representantes sindicales y de ONG, el diputado de CiU Carles Campuzano -que se ha significado por su apoyo a la reforma del marco jurídico vigente- presentó la proposición como expresión de una opción centrada entre los polos del garantismo universalista y el cicatero discurso de ley y orden. Una alternativa razonable entre los extremos del reaccionarismo xenófobo y la irresponsabilidad de las puertas abiertas. Pues bien, la estrategia del Gobierno presenta a esos reformistas pragmáticos como utópicos idealistas. Así las cosas, los otrora opositores a la proposición serían auténticos orates si no renunciaran a la crítica para evitar el mal de la contrarreforma. Cuando la perspectiva, como decía el chiste, es "que no se trata de dar papeles, sino de quitar derechos", hay que jugar en defensa, hacia atrás.

Pues bien. Alguien tiene que decir que, para muchos, esta proposición no es más que una propuesta de mínimos. Sigue habiendo razones para el rechazo, pero muy distintas de las del Gobierno. Y lo paradójico es que esas razones se asientan en un problema que la versión reformista y, aún más, la operación contrarreformista achacan precisamente a los críticos de la ley: el déficit de realismo. Señalaré dos razones.

No es realista pensar que esta ley sería herramienta suficiente como respuesta política a la inmigración. Y, en segundo lugar, tampoco lo es afirmar que la proposición garantiza adecuadamente lo que proclama como objetivo, su gran novedad: la integración social de los inmigrantes. Vayamos por partes.

Lo que necesitamos realmente en Europa y en España, más que una ley de extranjería, son políticas de inmigración que merezcan ese nombre, que estén a la altura de los desafíos que plantean los nuevos flujos migratorios con destino a la UE y que sean adecuadas en el contexto de la globalización. El primer elemento que define una política de inmigración de esas características es su carácter al menos regional, comunitario, algo que en Tampere se quiso apuntar, pero quedó todavía en el plano de los principios. La política de inmigración, que es más que una cuestión de Estado, no puede ser abordada eficazmente de forma aislada por un Estado.

El segundo rasgo es más importante: políticas que traten la inmigración como hecho social complejo. A esos efectos, ante todo, es necesaria una tarea de concienciación social para cambiar nuestra mirada sobre la inmigración, que continúa presa de prejuicios y de datos que no corresponden a la realidad; desde luego, no en España. Y, en ese combate contra los fobotipos, la responsabilidad no recae sólo en los medios. Si desde los poderes públicos se propicia el mensaje de emergencia social, de competencia desleal en el mercado de trabajo, de incompatibilidad cultural y riesgo para los derechos humanos como lo proponen varios artículos de la proposición, se contribuye a lo que hay que llamar xenofobia institucional.

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El tercer rasgo de esas políticas es que exigen un tratamiento integral, un modelo, por así decirlo, horizontal, por parte de los poderes públicos: de ahí la exigencia de reunir las competencias sobre inmigración en un Ministerio o Secretaría de Estado que pueda coordinar y optimizar también los recursos y que evite el enfoque meramente sectorial (laboral o de orden público). Precisamente porque la inmigración es un factor de riqueza aparece una última pero muy importante consecuencia: la necesidad de políticas que gestionen los flujos migratorios de forma que constituyan fuente de riqueza tanto en las sociedades de acogida como en las de origen e impliquen en esos proyectos no sólo a los poderes públicos, sino sobre todo a los agentes sociales (empresas, universidades, ONG). Eso, además, permitiría lograr un objetivo básico: atacar la raíz de buena parte de los desplazamientos migratorios, es decir, las condiciones de miseria, de déficit democrático y de garantía de derechos en los países de origen. Por esa razón, como ha insistido desde hace tiempo Sami Naïr y ahora se recoge en Tampere, las estrategias de codesarrollo que no son sólo de codesarrollo económico son un imperativo ineludible si queremos una auténtica política de inmigración.

Pero tampoco es realista, en segundo lugar, perseguir la integración social e ignorar al mismo tiempo que la igualdad en derechos es condición sine qua non de aquélla y no una aspiración tan bienintencionada como utópica. La realidad de la globalización, en la que tanto se insiste para otras cosas, impone reconocer lo caduco de la simplista distinción entre ciudadanos y extranjeros que justifica un desigual reconocimiento de derechos, basada en unos presupuestos de homogeneidad interna de una y otra categoría desmentidos por los hechos. No niego que la proposición presenta avances en ese reconocimiento. Pero a quienes los consideran excesivos y califican como herejía jurídica la equiparación entre ciudadanos e inmigrantes legales y de auténtica blasfemia la extensión de derechos a los irregulares habría que pedirles, paradójicamente, un plus de realismo. ¿Quién tiene más voluntad de integración, a quién debemos reconocer derechos como uno más: al inmigrante latinoamericano o magrebí que busca trabajo y oportunidades a toda costa o al jubilado rico del norte de la UE que nos utiliza sólo como proveedores de servicios y se lamenta de nuestras costumbres e idioma tan diversos del suyo?

Además, no hay integración sin participación en la toma de decisiones. Es hora de que abandonemos el paternalismo en nuestras respuestas a las demandas de los inmigrantes, y eso exige, además de iniciativas que desarrollen las que adopta en parte la actual proposición (reconocimiento del derecho al voto y cauces de participación a escala municipal), otras como las medidas positivas de fomento del asociacionismo, y asegurar su presencia no sólo en instancias consultivas -el Foro-, sino también en los órganos superiores de política migratoria; por ejemplo, el futuro Consejo Superior de Política de Inmigración.

Finalmente, no es realista la reducción de derechos atribuida al "contrato de extranjería" respecto al contrato de ciudadanía, pues sigue configurando a los extranjeros pobres -los inmigrantes extracomunitarios en busca de trabajo- como infrasujetos, supeditando su reconocimiento jurídico y político a un modelo de trabajo, el trabajo formal y para toda la vida, que ni siquiera es ya válido para nosotros. Eso es evidente no sólo por lo que se refiere a los mal llamados "ilegales", sino, de modo clamoroso, por la discriminación de género que inspira la proposición. En efecto, la mujer inmigrante sigue siendo con esta ley, como se ha dicho, la "metáfora de la exclusión que este derecho produce". Las mujeres inmigrantes continúan confinadas en el gueto de lo privado que las mujeres del norte apenas han conseguido comenzar a romper. Lo muestra a las claras la vinculación de la entrada en el país y del reconocimiento de derechos con las reglas del mercado formal -masculino- de trabajo. Dejando aparte el ejercicio del reagrupamiento familiar -una vía que el legislador sigue entendiendo de modo sexista como el camino "natural" de la mujer inmigrante, pero que ya no es ejercida sólo ni primordialmente por las esposas de los trabajadores que están ya en España, sino cada vez más, al contrario, por ellos-, las mujeres inmigrantes que trabajan lo hacen sobre todo en el servicio doméstico o en la economía sumergida -los únicos conciliables con su status de reclusión- y, en un porcentaje nada despreciable, en la prostitución. Ninguno de esos sectores, como es sabido, permite los mecanismos de obtención de oferta de trabajo como condición para la entrada. Por esas razones las mujeres inmigrantes seguirán siendo invisibles, irrelevantes. Por eso la proposición está aún lejos de extender los derechos a todos los desfavorecidos.

¿Son argumentos irresponsables? Los verdaderos irresponsables son quienes propician que la inmigración, que hoy es más que una cuestión de Estado, se convierta en arma electoral, jugando el papel de Pandora, que dejará abiertos los males de la intolerancia y de la desigualdad; penalizando el pluralismo, e imposibilitando la comprensión de la inmigración como una oportunidad: su regulación es ineludible, pero siempre desde los principios de respeto a los derechos.

Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política de la Universidad de Valencia.

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