Sobre políticas de oferta
La liberalización de los mercados y su creciente peso como mecanismo de asignación de los recursos exigen su funcionamiento competitivo para que se logren mejoras en la eficiencia, y éstas se transmitan a la sociedad. Esto exige políticas de regulación y de defensa de la competencia activas. Existe un amplio acuerdo entre los economistas en que un objetivo esencial de la política económica debe ser el mantenimiento de un clima de estabilidad nominal, porque ello crea las condiciones necesarias para un crecimiento sostenido.Este consenso parte del hecho de que el proceso de internacionalización de los mercados ha reducido la capacidad de los Gobiernos nacionales para diseñar políticas autónomas, porque, si lo hacen, los mercados castigan con rapidez cualquier desviación. Además existen hoy día más dudas que hace tres décadas -aunque menos que hace una y media- sobre la eficacia real de las políticas económicas discrecionales. Este acuerdo tiene una traducción clara en lo relativo al contenido de las políticas macroeconómicas por excelencia: una política fiscal que debe perseguir posiciones cercanas al equilibrio presupuestario y una política monetaria guiada por el objetivo de velar por precios estables .
En consonancia con todo esto, también existe un acuerdo sobre la importancia de las políticas de oferta; es decir, las políticas orientadas a facilitar el funcionamiento competitivo de los mercados. ¿Por qué? Porque los mercados competitivos asignan eficientemente los recursos en una multitud de casos. Y porque, ante perturbaciones intensas, sólo los mercados flexibles son capaces de adaptarse con rapidez y menores costes a cambios drásticos en los precios relativos.
La propiedad deseada de los mercados competitivos, la eficiencia, se deriva del calificativo competitivo, y no del sustantivo mercado: un mercado puede ser un monopolio. Corolario de esto es que el objetivo de las políticas de oferta es lograr que los mercados asignen eficientemente. Y cómo se consigue esto es un tema más controvertido, que ha conducido con frecuencia a formulaciones extremas que consideran que lo importante es el mercado, y no la competencia, y que no se basan en el interés general, sino en intereses individuales o de grupos de presión.
Tomemos el ejemplo de la síntesis más frecuente de las políticas de oferta ofrecidas como receta universal: "liberalizar, privatizar, desregular". Supongamos que discutimos de aquellos casos en que son mejores los mercados liberalizados que los intervenidos y las empresas privadas que las públicas. Aun así, lo que no puede defenderse con solvencia es que, tras liberalizar un mercado y privatizar su oferta, deba des-regularse. Por el contrario, tanto la teoría como la experiencia demuestran con frecuencia que hay que re-regular.
La razón para ello es muy simple: si se privatiza un monopolio público, la estructura del sector ahora privatizado seguirá teniendo fuertes elementos anticompetitivos, de forma que la desregulación conduce a que el resultado obtenido sea transferir rentas del monopolio de manos públicas a manos privadas, manteniendo las ineficiencias del monopolio.
En todos los casos se exige que exista garantía de suministro del servicio, de calidad mínima de su prestación, de seguridad y, con frecuencia, de tarifa única. Esto exige regulación. Pero además, si se privatiza sin cambiar antes la estructura productiva del sector (como en las privatizaciones eléctricas británica y española), éste seguirá siendo oligopolístico y habrá que impedir que ejercite poder de mercado. Esto exigirá una política activa de defensa de la competencia.
El caso más significativo de esta reconsideración de la política regulatoria es el sistema financiero, la actividad más liberalizada y globalizada del planeta. Esta mundialización trajo consigo la aparición de nuevos activos financieros que permitieron a las empresas acceder a formas de financiación más ajustadas a sus necesidades. Junto a ello, los movimientos de capital a muy corto plazo de carácter especulativo adquirieron una cuantía y volatilidad incontrolables por las autoridades nacionales. Las propuestas que hace una década se hicieron para tratar de paliar estos efectos negativos fueron tildadas de intervencionistas y se sostuvo que cualquier limitación a los movimientos de capital era indeseable. Hoy día, tras varios episodios que han puesto de manifiesto los riesgos de algunos comportamientos y la dificultad de valorar adecuadamente los riesgos de las instituciones financieras, se empiezan a discutir en los organismos internacionales instrumentos para regular los movimientos de capital especulativos.Además, el proceso de concentración que se está dando en todo el mundo ha aumentado el poder de mercado de muchas empresas, facilitando los comportamientos colusivos y el ejercicio de poder de mercado. Y, en estas condiciones, las potenciales ganancias de eficiencia no se transmiten a la sociedad, sino que cristalizan en rentas privadas de los propietarios y directivos de las empresas.
La anterior gran ola de fusiones que vivió la economía occidental, en la segunda mitad del XIX, dio lugar a que personajes tan poco proclives al intervencionismo como los senadores estadounidenses alumbraran en 1890 la ley Sherman, al considerar no sólo que los comportamientos anticompetitivos eran contrarios a la eficiencia, sino que un exceso de concentración de poder económico podía resultar incompatible con la democracia (¿da esto para reflexionar sobre los "núcleos duros"?). Dada la creciente importancia de los mercados como mecanismo de asignación, en todos los países se ha reforzado la importancia de la política de defensa de la competencia.
En resumen, una política de oferta que persiga una mayor eficiencia y bienestar de todos los ciudadanos implica la liberalización de los mercados, una ampliación de las políticas regulatorias y un reforzamiento de las políticas de defensa de la competencia.
La creciente importancia de las políticas regulatorias y de defensa de la competencia ha tenido su plasmación institucional en la creación de comisiones regulatorias y tribunales de defensa de la competencia independientes del poder ejecutivo. Y puesto que se está discutiendo en estos momentos la nueva Ley de Defensa de la Competencia española, es una buena ocasión para comentar algunos aspectos de la nueva ley y de las comisiones regulatorias. Comentaré sólo tres temas: la independencia del Tribunal de Defensa de la Competencia (TDC) y de las comisiones reguladoras (CR), el poder efectivo de sus decisiones y sus distintos ámbitos de competencia.
La independencia tiene dos aspectos relevantes: el relativo a sus miembros y el referente a sus relaciones con la Administración pública. La independencia de los miembros del TDC y las CR es mayor si tienen un mandato único y largo. Es mejor un mandato de 10 años no renovable que uno de cinco renovable una vez. ¿Por qué único? Porque se evitan los problemas en las proximidades de la posible renovación. ¿Por qué largo? Porque, si se eligen bien, es más productivo que los miembros del TDC y las CR dispongan de un plazo largo para desarrollar doctrina, consolidar la institución y generar expectativas racionales entre los agentes afectados. Mandatos largos y no renovables aumentan el riesgo de errores en la elección de miembros, pero el riesgo podría reducirse si, además de que el Gobierno actuara con criterios profesionales, los candidatos fueran consensuados y aceptados por el Parlamento.
Respecto a las relaciones con la Administración, el ejemplo del TDC y el Servicio de Defensa de la Competencia (SDC) es ilustrativo. El tema es opinable, ya que los países de la UE se reparten por mitades entre aquellos en que existe un SDC dependiente del Ministerio de Economía y aquellos en los que las funciones del SDC son competencia del TDC. Pero hay razones para defender que este último modelo es mejor. La primera, que es inevitable que existan funciones comunes a ambas instituciones, lo que constituye un foco de tensiones e ineficacia, así como de mala coordinación de esfuerzos. La segunda, y más sustantiva, que no se alcanzan a ver las ventajas de un SDC que propone al ministerio qué proyectos de concentración pueden obstaculizar la competencia, de forma que el TDC conocerá el asunto sólo si ésa es la voluntad política del Gobierno.
Por lo que respecta a las CR creo que, además de tener plena autonomía para elaborar y publicar cualquier tipo de informe u opinión sobre temas de su competencia, deberían ser quienes fijaran tarifas en los sectores regulados, dictaran las normas regulatorias y tuvieran poder arbitral en los conflictos entre poder ejecutivo y sector.
Respecto al TDC, me atrevería a proponer una inversión del poder efectivo de sus decisiones en relación con el Gobierno. Preferiría que las sentencias del TDC fueran de obligado cumplimiento y no requirieran de la posterior convalidación del poder ejecutivo, y que incluso una sentencia pudiera obligar a cambiar una norma dictada por el Gobierno, hasta determinado rango legal.
Soy consciente de que esta posición plantea un problema político comprensible: ningún Gobierno desea perder poder en favor de organismos que no puede controlar. Pero a los políticos se les puede -y debe- exigir una adecuada combinación entre el ejercicio del poder y el marco institucional más adecuado para que los beneficios de la competencia se generalicen.
El proyecto de ley ha enfrentado dos posiciones sobre las competencias del TDC y de la Comisión de Telecomunicaciones (CT). La del Gobierno, que residencia en el TDC los temas relativos a la competencia en telecomunicaciones, y la de otros grupos políticos, que consideran que estos temas deben residenciarse en la CT.
El argumento esgrimido por quienes consideran preferible que la CT entre en los temas de competencia en el sector es que dicha Comisión tiene insuficientes competencias. Estoy de acuerdo con el diagnóstico sobre la CT, pero no con la solución, que parte de la confusión entre tareas reguladoras y de defensa de la competencia.
Si la CT tiene un perfil bajo y escasas competencias e independencia, la solución pasa por reforzar estos aspectos, pero no por atribuir a la CT competencias no propias. Hacerlo así tendría efectos negativos. Por una parte, los riesgos de captura del regulador aumentarían, porque con el mismo esfuerzo se capturaría al regulador y al juez. Por otra parte, la defensa de la competencia debe actuar con criterios homogéneos, y con esta propuesta el TDC correría el riesgo de terminar entendiendo de problemas de competencia sólo en los mercados no regulados.
El riesgo no es pequeño: la Comisión Nacional de la Energía ya ha manifestado que cree debería ocuparse de los temas de defensa de la competencia en "su" sector. ¿Quién en su sano juicio defendería que las concentraciones financieras deberían juzgarse desde la perspectiva de la competencia por parte del organismo regulador (el Banco de España)?
Además, todas las concentraciones tienen efectos cruzados significativos sobre otras actividades. ¿Podrían las CR que entendieran de temas de defensa de la competencia dictar normas que afectaran a otros sectores? Si no, sus dictámenes serían incompletos y erróneos. En caso afirmativo, estarían decidiendo sobre la calificación de prácticas restrictivas en actividades ajenas a su ámbito.
En mi opinión, deberían reforzarse las funciones de las CR, pero no añadiéndoles funciones que no les son propias, y deberían residenciarse todas las competencias sobre concentraciones y prácticas restrictivas en el TDC.
Los temas de políticas de oferta, regulación y defensa de la competencia creo que son fundamentales para nuestra sociedad, porque afectan al ejercicio del poder económico en un mundo en que la concentración del mismo alcanza niveles que deben obligar a la reflexión crítica de todos. Puede que estas líneas no logren convencer a nadie, pero sí espero al menos que hayan demostrado que este tipo de temas no debe situarse en el terreno de contraponer Estado y mercado o sector público y sector privado, sino en el más fructífero de buscar a través de la competencia un mejor Estado y un mejor mercado, aunque ambos sigan siendo imperfectos.
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