LA CRÓNICA El jardín como metáfora PONÇ PUIGDEVALL
El tema del jardín no es exclusivo de ninguna civilización, y cada una aporta algo que enriquece su significado. A los elementos escultóricos de los griegos como manifestación de lo sagrado, el pueblo árabe añade la presencia imprescindible del rumor del agua, y del Lejano Oriente llegan el refinamiento y el lenguaje simbólico de las flores y las plantas. Los huertos de los monasterios medievales dejan paso a los laberintos renacentistas, y éstos desembocan en la estricta geometría de los jardines de Versalles, que a su vez hallan la divergencia y el complemento en los diseños de los jardines ingleses: la discreta y educada vigilancia sobre la libertad silvestre de la vegetación. El jardín es el dibujo de la naturaleza artificial, y su planificación y orden lleva consigo los conceptos vitales y estéticos de quien lo organiza. Durante el fin del siglo pasado los jardines se convierten en un motivo temático recurrente para expresar la angustia vital, y así como Rubén Darío cifraba en las penas y los avatares de su triste princesa los terremotos del mundo interior, Santiago Rusiñol desnudaba en los jardines de sus lienzos los vericuetos y las galerías del alma. Los senderos alfombrados de hojarasca, la oscuridad de los parques, los árboles desnudos del otoño y las flores marchitas, las fuentes rodeadas de cipreses y la morbidez de los estanques abandonados bajo la tenue luz crepuscular, las manifestaciones de la ruina, la decrepitud y el olvido en los muros de los palacetes y en la vegetación que invade las glorietas y los miradores: todo tiene repercusiones simbólicas, y todo se asocia al dolor y a la angustia que produce el vivir. El modernismo es traducción y metáfora, ya lo advirtió Octavio Paz, y el mundo es una escritura secreta que cabe descifrar gracias a los puentes que tiende la analogía: el alma es como aquel jardín, el alma es aquel jardín.Y esto es lo que puede descubrirse hasta el 9 de diciembre contemplando la exposición Els jardins de l"ànima de Santiago Rusiñol y asistiendo al ciclo de conferencias que la Caixa de Girona ha organizado en su centro cultural, en la gerundense Fontana d"Or. El filósofo Xavier Antich habló sobre la poética del jardín en la pintura de Rusiñol, Francesc Fontbona trazó la trayectoria de su evolución artística, y se celebró también la audición El jardí abandonat, un cuadro poemático en un acto que Rusiñol escribió en el cambio de siglo y al que Joan Gay puso música con resonancias de una fúnebre melancolía. Pero el núcleo esencial se encuentra en la sala de exposiciones, en la extensa muestra de los abundantes jardines que Rusiñol pintó obsesivamente a lo largo de su vida y que, en plena tarea de catalogación de su obra, hay quien calcula que pueden acercarse a 800 o superar ese número.
En la primera visita que hice a la exposición me sorprendió la dualidad que ofrece Rusiñol, porque en las pinturas y en los dibujos de los jardines nada permitía vislumbrar los aspectos más públicos y populares del personaje, el Rusiñol de los chistes y las anécdotas graciosas y con el ingenio siempre afilado para la broma feroz o doméstica. Pero pocos días después tuve la ocasión de repetir la experiencia acompañado de la mejor guía posible, Margarida Casacuberta, comisaria de la exposición y profesora de Literatura Catalana Contemporánea en la Universidad de Girona, quien lleva desde el año 1987 dedicando esfuerzos y talento a desentrañar los enigmas de la obra y la personalidad de Santiago Rusiñol: le ha dedicado artículos, ha preparado la edición de varias de sus obras, ha escrito la primera tesis sobre el autor y ahora ha publicado en Quaderns Crema Els noms de Rusiñol, un libro que consigue el milagro de aunar el rigor y la información del erudito con la feliz amenidad de la buena literatura. Puede leerse como la biografía fragmentaria del artista, y en sus páginas aparecen Josep Pla y Erik Satie, Alphonse Daudet y Sara Bernhardt, una larga nómina de personalidades que lo trataron y que ofrecen visiones y juicios variopintos sobre este personaje de carácter público y al mismo tiempo huidizo que tan activamente participó en la configuración del esplendor y los portentos de la bohemia de la época: la autora afirma que disfrutó muchísimo durante la escritura, y el lector no puede dudarlo mientras devora con pasión sus páginas.
Y con pasión idéntica iba escuchando las explicaciones eruditas y amenas con que Margarida Casacuberta me iba abriendo las galerías y las perspectivas secretas de los cuadros. Y mientras recorríamos el itinerario, olvidado ya el Rusiñol estereotipado de las burlas y las chanzas, íbamos adentrándonos en los estados de ánimo que reflejaban los cuadros, en los jardines metafóricos que hablaban de un alma artística y seriamente comprometida con el arte como única enfermedad o religión posible, en los jardines de Montmartre y de Granada, en los jardines de Mallorca y de Aranjuez, hasta detenernos al final enfrente de su último jardín, inacabado y más metafórico que nunca porque ahí le sorprendió la muerte, y emocionante porque hasta el fin Rusiñol supo ser fiel a su obsesión artística.
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