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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Estilo popular

DESDE HACE cinco trimestres, el PP mantiene respecto al PSOE una distancia de entre cuatro y cinco puntos, según los sondeos electorales del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Pese a ello se observa bastante inquietud en el entorno del partido del Gobierno, porque lo sucedido en las elecciones catalanas (donde el CIS pronosticó una ventaja de siete puntos de Pujol respecto a Maragall) les lleva a desconfiar de los sondeos. El temor es que cualquier escándalo pueda desmotivar al electorado propio o movilizar al ajeno e invertir las posiciones.El último sondeo del CIS no recoge los efectos del escándalo de Telefónica. Pero seguramente no serán pequeños. La respuesta dada ha sido la peor de las imaginables: medidas fiscales apresuradas, que perjudican a sectores que nada tenían que ver con el abuso, y discurso de identificación con los que han abusado y de crítica a quienes lo han denunciado. No sólo por parte del vicepresidente Rato. La alcaldesa de Málaga le precedió en la idea genial de que repartirse 37.000 millones entre 100 directivos, sin riesgo alguno, era algo que sólo parecía mal a los del Grupo PRISA. La combinación entre asegurar que no se puede intervenir porque es un asunto privado e intervenir de hecho revela inseguridad, confusión: todo lo contrario de la imagen que el presidente Aznar se empeña en transmitir de su gestión.

El Gobierno se ha echado a la espalda un escándalo que no deja indiferente a nadie, pero lo peor (para sus intereses) es que, al hacerlo, ha obligado a volver la vista hacia el asunto mayor que está detrás: las privatizaciones de las principales empresas públicas en provecho propio. Ya no se trata de ocuparlas (por una legislatura o dos), sino de quedarse en ellas (o con ellas) para siempre, con independencia de los resultados electorales, y de utilizarlas, en algunos casos, como fuente de financiación de operaciones de poder. Se cubren las espaldas en una demasiado literal aplicación de la parábola evangélica de los talentos: "Al que tiene se le dará y le sobrará, pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará". La subvención de 1,3 billones de pesetas a las eléctricas por motivos que Bruselas no entiende podría tal vez explicarse desde esa filosofía de la vida.

Estos días estamos viendo otras manifestaciones del estilo del PP de entender la relación entre los intereses administrados y los de los administradores. Las obras del AVE Barcelona-Madrid adjudicadas a parientes de altos cargos y el alquiler de la nueva sede de Correos a un ex socio del director general y del ministro, en condiciones muy favorables para el arrendador, constituyen ejemplos característicos de la forma como entienden algunos liberales la prioridad de la sociedad civil sobre el Estado.

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Ya apenas reivindican a Margaret Thatcher, y se comprende. No sólo porque no se lleva, sino porque la dama de hierro se aplicó a sí misma el principio según el cual "uno debe tener ideas propias y defenderlas hasta el final, aunque no coincidan con las de la mayoría". Sería calumnioso suponer una terquedad semejante a los liberales del PP. Respecto a Pinochet, por ejemplo: podemos sospechar que a Aznar no le gustó la iniciativa del juez Garzón, pero será inútil esperar una defensa argumentada de su posición.

Esta semana hemos tenido el asunto de la Ley de Extranjería. Quieren una "ley progresista" (Luis de Grandes), pero que no se note; contentar a los socios catalanes (y a las organizaciones no gubernamentales), pero sin disgustar al Ministerio del Interior ni al de Hacienda. ¿Defender las ideas "hasta el final"? Quienes más fustigaron los pactos con los nacionalistas pasaron a considerarlos una necesidad histórica. Lograron "en 14 días lo que los socialistas no consiguieron en 14 años", y el resultado ha sido desatar una dinámica de agravios comparativos, por una parte, y un movimiento de los nacionalistas por "superar" sus estatutos de autonomía, por otra. En fin, los que iban a bajar los impuestos en beneficio de los contribuyentes más modestos han aumentado la presión fiscal, y precisamente incrementando los indirectos, en los que no hay progresividad.

El Partido Popular se ha beneficiado del hartazgo de los ciudadanos hacia la política, por el exceso de crispación que marcó la anterior legislatura. Por eso pasaron sin demasiado ruido abusos como el de las privatizaciones. Hay síntomas de que esa situación ha cambiado con los últimos escándalos. De ahí que, a tres meses de las elecciones, el PP vea con aprensión los sondeos. En 1996 le daban siete puntos de ventaja y apenas ganaron por uno.

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