Srebrenica somos todos
En la segunda semana de julio de 1995 me encontraba en Pale esperando pacientemente ser recibido por el líder serbobosnio, Radovan Karadzic. El día 11, las tropas del general Mladic asaltaban a sangre y fuego Srebrenica, teóricamente protegida por soldados holandeses de la ONU. Esa noche, los telediarios de la capital serbobosnia, habitualmente de un triunfalismo imperial, silenciaron el hecho. Durante los días siguientes, lo máximo que retransmitieron las cámaras fue a Mladic y su estado mayor visitando algunas casas serbias del enclave conquistado. Karadzic recibió a EL PAÍS el 14 de julio, tras una semana de espera. Fue eufórico. Recordaba al Chaplin de El gran dictador. No tenía globo terráqueo con el que soñar, pero en una gran mesa de despacho se apiñaban los mapas sobre los que me contó el designio serbobosnio. "Desgraciadamente, muy pocos musulmanes pueden quedarse en Srebrenica, porque ahora comienzan a entender que pertenece al Estado serbio", dijo; añadió que no había habido depuración étnica y rectificó: "cualquiera que desee quedarse puede hacerlo".Tras aquella entrevista que fue su testamento (los aviones de la OTAN imponían ese verano el final de la barbarie y alumbraban Dayton) tuve que regresar de Pale a Belgrado por rutas insólitas. Las carreteras que pasaban cerca de Srebrenica estaban prohibidas. Mucho después supe que las excavadoras de Mladic trabajaban día y noche para arrojar a fosas comunes a los alrededor de siete mil muchachos y hombres musulmanes que habían decidido quedarse para siempre.
Srebrenica fue el acta de defunción de la ONU en Bosnia, pero también de una caduca manera de ver el mundo. Algo evidente para quienes desde el suelo seguíamos la tragedia, nunca quiso ser entendido por la ONU ni por la denominada comunidad internacional: que había verdugos y víctimas, que desde una pretendida filosofía de imparcialidad no se puede afrontar el genocidio. Que la tragedia bosnia -como Kosovo ha vuelto a demostrar años después- no era un conflicto militar, sino una causa moral. Que un régimen de designios asesinos debe ser confrontado desde el comienzo con la fuerza, no con la diplomacia.
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