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Mirando al siglo XXI

JAVIER UGARTE

Pasó, espero que definitivamente, el tiempo de los lémures, esos genios maléficos que llegaron a dominar la vida toda -con la muerte- de este pequeño país en julio de 1997. Fue el momento en que se tocó techo en el hastío, en que se traspasó el umbral de lo soportable y el paisanaje dijo basta, hasta aquí hemos llegado. Aquel fue el principal punto de inflexión hacia otra situación a la que todos los actores de la vida pública debían acomodarse. Con aquel acto moría en el País Vasco el siglo XX; fue nuestra particular "caída del muro". Ya nada sería como fue.

Rápidamente todos los actores trataron de situarse en el nuevo escenario. Nadie quería morir con el siglo. Unos aceleraron el paso hasta la exageración, a otros les pilló con el paso cambiado y hubo también quien hizo de su rijosa parálisis virtud. Fue el tiempo del auto sacramental y las grandes escenificaciones. Se organizó el espectáculo del Bernabéu con la Macarena (1997) y se pasó del plan Ardanza al pacto de Lizarra; se declaró la tregua de ETA e se hizo la magna asamblea de ayuntamientos (luego electos). Los colectivos pacifistas se transformaron y algún sindicalista jugó a ser sumo sacerdote de la nación.

Luego, con las elecciones locales (1998-1999), llegó el tiempo de la política: había que articular alianzas, alcanzar pactos de gobierno. Ya no bastaba con escenificaciones más o menos rumbosas, había que lograr acuerdos que implicaran un camino hacia el final de la violencia (cada cual lo hacía a su manera) y la posibilidad de una cierta administración de las cosas. Sin embargo, la esfera política siguió dividida en frentes: por un lado, los nacionalistas (de quienes partía esa vocación), y, por otro, el PP y el PSE. Aquella disposición en dos amenazó con extenderse a la propia sociedad, aunque ya entonces se apuntaran matices (Bilbao, las diputaciones de Guipúzcoa y Vizcaya). Continuó, y continúa por lo demás, la violencia callejera a lo skin head.

Hoy parece que podemos vislumbrar el final de ese tránsito. Hemos entrado ya en el tiempo de los hechos, de las realidades; ya no nos sirven las fantasías. Es el tiempo de la gestión política, de la aprobación de presupuestos que exige la adecuación de los agentes políticos a la sociedad en la que viven, mucho más apuntalada y contrapesada que aquéllos en sus preocupaciones. Se detecta así cierto realismo en el equipo de gobierno (Zenarruzabeitia), corrimientos en el PNV donde gente como Guevara apunta un nuevo tono, alubias entre Arzalluz y Almunia, y ciertos movimientos en el desaparecido PSE. Puede ser (ojalá) el último paso en el camino iniciado en 1997 hacia el siglo XXI.

Para ello será imprescindible, como hacían los romanos, organizar nuestros propios Lemuria que alejen de nosotros el huevo de la violencia y la intolerancia que puede rebrotar en una sociedad enferma. Nuestras habas negras -los romanos las arrojaban para ahuyentar a los lémures- deben ser, a pesar de un razonable escepticismo, el Estado de Derecho y cierta movilización de la opinión.

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Por lo demás, se habla hoy de una mesa de diálogo. Lo hace el lehendakari y comienza a hacerlo el PSE. No sé si es momento de hablar de mesas, pero sí de iniciar conversaciones entre todas las formaciones que podrían culminar en resoluciones parlamentarias. Pero, diálogo ¿para hablar de qué? Es tiempo de realidades y no de debates bizantinos. Creo razonablemente que todo el mundo debiera aceptar fundamentarse en el actual Estatuto. Unos aceptando que existe la disposición adicional, que abre la puerta a nuevas interpretaciones a partir de mayorías significativas, y los otros reconociendo su virtualidad y realidad como marco actual de convivencia. A partir de ahí debe avanzarse antes, creo yo, en la dirección de organizar una democracia más moderna y participativa, y racionalizar la complejidad autonómico-foral, que detenerse en temas de soberanía o territorialidad. Pero éste sería un punto de vista.

Ello nos permitiría entablar otro diálogo más necesario hoy. Un debate que considere el peligro de marginalización que corre nuestro territorio y aborde una política concertada de infraestructuras y comunicaciones con el exterior; y dado que avanzamos hacia una Europa de ciudades, establezca un modelo de conurbación capaz de instalarse en la red europea de ciudades. Ello nos permitiría mirar con confianza al siglo XXI.

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