La extinción de la mujer cuidadora
Desde los años sesenta del sigloXX, las sociedades avanzadas vienen sufriendo transformaciones radicales que la opinión publicada vive como innegables desafíos del fin de milenio. El tránsito de la sociedad fabril a la sociedad del saber, la globalización de la economía o del crimen organizado, el deslumbrante progreso en la información o en las biotecnologías provocan ríos de tinta y pueblan los programas de congresos y jornadas. Son "retos" -se dice- que urge convertir en oportunidades.Y es verdad. Pero no lo es menos que otras transformaciones no tan espectaculares reclaman en realidad tanta o más atención que las anteriores, porque afectan ya abiertamente a la vida cotidiana de un sinfín de personas. Una de ellas, formulada en forma de reto, diría así: ¿quiénes van a ser en el futuro inmediato, próximo y remoto los agentes del bienestar? ¿Qué personas o instituciones atenderán a los miembros más vulnerables de la sociedad cuando no puedan hacerlo ya las familias, cuando se extinga esa especie de lo que algunos han llamado la "mujer cuidadora"?
Hasta ahora, las familias, y en ellas especialmente las mujeres, han sido las primeras actrices en el ejercicio de las "tareas de bienestar", que consisten en cuidar del hogar, atender a los niños, enfermos y discapacitados, bregar por los familiares en apuros, apoyar a los jóvenes. De hecho, el llamado "Estado del bienestar" fue más bien una "sociedad del bienestar", en la que las familias asumieron el protagonismo de las mencionadas labores con ayuda del Estado, y por eso, en nuestros días, preguntarse por el futuro de los miembros más vulnerables de la sociedad requiere no sólo analizar la crisis del Estado benefactor, sino sobre todo estudiar despacio las consecuencias de tres cambios estructurales de envergadura: la incorporación de la mujer al mercado laboral, la transformación de la estructura familiar y la extinción de la "mujer cuidadora".
La inserción de la mujer en el mercado laboral, aquella lógica y "sublime" decisión de incorporarse al trabajo asalariado, ha sido un fenómeno tan revolucionario para las sociedades avanzadas que autores como Castells lo consideran definitorio de su dinámica. Sin duda, los motivos por los que las mujeres tomamos tal decisión han sido y son de muy distinto signo, desde el afán de autorrealización personal mediante el ejercicio de una profesión u oficio, pasando por el deseo de independencia o de aportar ingresos al hogar, hasta el interés por disponer de un dinero propio en una sociedad consumista. En cualquier caso, se trata de una opción tan legítima que no tiene vuelta atrás, y con ella hay que contar para hacer frente al futuro. Pero, eso sí, haciendo una lectura correcta de sus consecuencias, es decir, no catastrofista, ni tampoco miope. Por el catastrofismo optan, a mi juicio, agoreros como Fukuyama; por la miopía, sugerentes ensayistas como Lipovetsky en su diseño de la "Tercera Mujer".
En lo que hace a Fukuyama, en su último libro -The Great Disruption- lamenta la gran fractura que se ha producido en la sociedad norteamericana y señala como una de sus causas la incorporación de la mujer al mercado laboral. Una decisión de este tipo cambia totalmente de signo las relaciones entre la pareja, relaciones que a fin de cuentas descansan en una negociación: atendiendo a determinadas interpretaciones biológicas, entiende Fukuyama que la mujer está unida a los hijos por un lazo biológico, mientras que el varón está ligado por un vínculo social; la formación de las parejas sería entonces el resultado de una negociación implícita, en la que la mujer pondría la fertilidad, y el varón, el aprovisionamiento externo. Pero -prosigue nuestro autor- si la mujer, por percibir un salario, resulta ser autosuficiente, el varón no se siente responsable de los hijos y se desentiende de ellos; la mujer, por su parte, calcula el coste de oportunidad de tener hijos y reduce su número, con todo lo cual se acaba debilitando el "capital conjunto" de la pareja, en palabras de Gary Becker, y a la larga, el "capital social" de toda la sociedad, el conjunto de valores compartidos que constituyen su mayor riqueza.
Lecturas tan economicistas como éstas no son corrientes por estos pagos, afortunadamente. Ese "imperialismo económico", que intenta explicar todas las relaciones humanas desde el análisis coste-beneficio, se estrella en realidad sin remedio ante las relaciones de cariño, de afecto y de solidaridad, ante lo gratuito y lo importante. Y, sin embargo, aun sin llegar a este imperialismo económico, entiende un amplio sector de la población que el trabajo femenino "fuera de casa" puede ser un obstáculo para que se realicen con bien las tareas de bienestar, tanto en el ámbito de la familia como en el de la sociedad en su conjunto. Porque las familias necesitan contratar personal externo para que desempeñe esas tareas, personal cuyo trabajo resulta ser a menudo caro y no siempre de calidad, y, por su parte, el Estado, cualquier Estado de la Tierra, carece de los recursos suficientes como para pagar unos trabajos de 24 horas, sin vacaciones, sin días de fiesta, que hasta ahora han hecho gratis las mujeres.
Por eso respira aliviado este sector social cuando Lipovetsky le informa de que la mujer actual no se dedica al hogar o a su belleza porque la sociedad le escriba ese guión para su vida, como las "dos mujeres" históricamente anteriores, sino que es una mujer autónoma, autora de sus proyectos vitales, entre los que incluye motu proprio como irrenunciables las tareas domésticas y el trabajo externo. La Tercera Mujer no quiere sustituir el cuidado de los hijos y la casa por el externo, sino compaginarlos.
Alentados por tal situación proponen los más revolucionarios fomentar los trabajos a tiempo parcial para que puedan asumirlos las mujeres y aumentar las ayudas a las familias para que sigan realizando las tareas de bienestar. Medidas ambas que son sin duda laudables y urgentes, pero a todas luces insuficientes, porque estos sectores ignoran -o quieren ignorar- que las familias han cambiado radicalmente y que desaparece la "mujer cuidadora", que no es lo mismo -a mi juicio- que la "madre cuidadora".
La innegable transformación de las familias desde los años sesenta nos ha ido llevando, como tan bien describe Inés Alberdi, de la familia extensa a la nuclear y ha reducido considerablemente el tamaño medio de los hogares. En efecto, la familia extensa, aquella en la que convivían personas unidas por distintos grados de parentesco, como padres, hijos, abuelos, nietos, tíos, sobrinos, va recalando en la familia nuclear, compuesta por padres e hijos o por la pareja sola, o por un solo miembro; y, por otra parte, se reduce el número de hijos de los hogares.Llegados aquí conviene recordar que la familia extensa no sólo atendía a los hijos, cosa que está dispuesta a hacer la Tercera Mujer, la "madre cuidadora", sino también a miembros en dificultades con otros grados de parentesco, en lo que consistía el proyecto vital de la "mujer cuidadora".
Hojear de nuevo Como agua para chocolate nos lleva a esa costumbre, tan real, de la mujer socialmente predestinada a cuidar a la madre, que de hecho se ha ampliado a la costumbre, tan real, de la mujer predestinada socialmente a cuidar a padres, suegros, hermanos, tíos, sobrinos valetudinarios. Es esa mujer la que ha ahorrado una incalculable cantidad de dinero a las sociedades, es esa "mujer cuidadora" -recuerda, entre otros, Víctor Pérez Díaz- la que está desapareciendo.
Por eso yo me atrevería a bosquejar algunas sugerencias para un futuro tan próximo que hace años que ha empezado: 1) Incluir en el orden del día del debate público como un reto de primera magnitud la pregunta por los agentes del bienestar, teniendo en cuenta la situación actual. 2)Fomentar empleos a tiempo parcial que permitan organizar las tareas "internas" y "externas" tanto a las mujeres como a los varones. 3) Proporcionar ayudas en serio a las familias que asuman tareas de bienestar. 4)Propiciar la atención domiciliaria. 5) Multiplicar las residencias públicas de calidad, escasas por el momento hasta la irritación, para aquellos ante quienes se abre un futuro de soledad.
Que ya resulta demasiado sospechoso comparar el derroche de medios lúdicos con que se obsequia a los mayores con arrestos para votar y comprar con la escasez de recursos invertidos en que sobrevivan, y sobrevivan bien, aquellos a quienes la enfermedad o la vejez excluye de hecho del voto y del mercado.
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