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Reportaje:

Una pasión imposible de apagar

Las pasiones pueden dibujar las escenografías y los colores más variopintos. Romeo y Julieta, Oscar Wilde y lord Alfred Douglas, Abelardo y Eloísa, los tres hermanos que protagonizan la película Beau geste... Todos ellos representan distintas formas de la pasión. El escritor cubano Aldo Martínez Malo vivió una peculiar pasión con la Premio Cervantes Dulce María Loynaz (La Habana, 1903-La Habana, 1997). No fue una pasión amorosa, sino una relación marcada por la admiración más devota y el servicio más eficaz, cualidades que permiten darlo todo a cambio de estar cerca de un ídolo.Martínez Malo es el albacea literario de Loynaz. El escritor cubano estudió Derecho Penal en la Universidad de La Habana y Periodismo en la Escuela Márquez Sterling. Ha escrito y publicado varios libros, entre ellos Confesiones de Dulce María Loynaz y Unidos para siempre. Trabaja temporalmente en el Ayuntamiento de Dos Hermanas (Sevilla) como asesor cultural.

"Estoy aquí gracias al alcalde de Dos Hermanas. Se lo tengo que agradecer porque Pinar del Río, mi localidad natal, está hermanada con Dos Hermanas. He venido a promocionar el cuarto encuentro americano sobre Dulce María Loynaz", explica. Martínez Malo muestra en su despacho del Ayuntamiento toda una sabrosa orgía literaria centrada en la autora de Jardín: fotografías, documentos, libros, "originales de su puño y letra"... El escritor cubano posee 2.000 cartas de la Premio Cervantes de 1992.

"Dulce María tenía en la mano derecha una rosa y en la mano izquierda un látigo. Era mágica. Parecía que en vez de huesos, tuviera diamantes", afirma Martínez Malo con los ojos atónitos por el arrobo. Cuando habla de la escritora, parece transmutarse en el personaje que interpreta Clifton Webb, devoto del culto de Gene Tierney, en Laura. "Fe de vida, su último libro, está dedicado a mí", señala el escritor.

"Dulce María era hija del general Enrique Loynaz. Amigo de Martí, su padre era un símbolo en Cuba. Fue una familia irrepetible y muy acaudalada", relata Martínez Malo. Los Loynaz eran cuatro hermanos: Dulce María, Enrique, Carlos Manuel y Flor. "Todos eran poetas. Su casa tenía la grandilocuencia de Visconti y el misterio de Buñuel. Había muchos tesoros en ella", dice.

"Cuando Federico García Lorca llegó a La Habana en 1930 quedó loco por ellos. La casa estaba dividida en pabellones. Cada hermano tenía un pabellón que arreglaba a su forma. Flor tenía calaveras, armaduras... Le gustaban los Caballeros de la Mesa Redonda. Carlos Manuel se dio un tiro en 1940. No murió y se quedó loco. Vivió hasta 1977. Iba vestido de carmelita descalzo sin ser monje, pelado al rape y con un libro al revés", recuerda.

"Enrique era un hombre extremadamente perfecto y bello. Lorca leyó unos versos de Enrique, vio una fotografía de él y quedó arrebatado. Tras su viaje a Nueva York, fue a Cuba a conocerlo personalmente. Surgió la amistad. Pero Enrique no le hizo caso a Lorca. Enrique era muy mujeriego", añade Martínez Malo.

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"Tras la revolución, Dulce María no huyó de Cuba, como otras personas de la aristocracia. Una amiga me dijo en 1972 que no había salido de Cuba y que vivía en el ostracismo, en su mundo de silencio y retiro. Le escribí entonces una carta y recibí respuesta. Salí corriendo por las calles agitando la carta en el aire. ¡Dulce María Loynaz me había escrito! ¡Era el sueño de mi existencia! Luego me invitó a visitarla", evoca con un temblor en la voz.

A partir de ese día, Martínez Malo dio vida a una pasión cuyas brasas se resisten aún a apagarse.

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