"E la nave va" PABLO LEY
Hay sectores del ambiente teatral que, en ocasiones y ante determinadas circunstancias, son dados a un cierto catastrofismo supersticioso. Entre ellos existe la tendencia a la elaboración de fantasías conspiratorias y gusta hablar de pactos de silencio, de tribunales inquisitoriales, de extraños manejos en la sombra y alianzas maquiavélicas. En este mar de suspicacias, uno de los temas favoritos es el Teatre Nacional de Catalunya (TNC), el cual, marcado por la tormentosa expulsión de Josep Maria Flotats del paraíso (como elemento mítico), se eleva en la imaginación de algunos como la negra nave de guerra que imaginó Fellini, la mole oscura, amenazadora, de un castillo medieval flotando a la deriva.El contrapunto optimista a esta deriva del TNC lo darían, a su alrededor, los éxitos de todos: de Focus, en primer lugar, por otra parte tan temido; de Flotats, en Madrid; de las compañías agrupadas en Ciatre, con algunos sonoros éxitos internacionales; de la Ciutat del Teatre, una esperanza; incluso del Liceo, el ave fénix. Éxitos mirados a veces con desconfianza (porque algo turbio esconderán), pero que no dejan de traslucir una idea generalizada de que el teatro catalán va bien, muy bien, y que sólo el TNC deriva, mastodóntico, perdido el rumbo, hacia los escollos del fracaso.
Yo mismo estoy dispuesto a admitir que el teatro va bien, pero matizando. Porque es precisamente de la buena marcha del teatro catalán de donde surge el único mal que afecta no sólo al TNC, sino a todos los sectores privados y públicos que lo integran.
Está en proceso desde hace ya algunos años, y aún inacabada, la mayor transformación de nuestro teatro en su historia reciente. Una transformación sustancial, global, que afecta desde los hábitos de la profesión a los del público, y obliga a revisar de arriba abajo la completa estructura del teatro catalán. Es, en definitiva, una crisis de crecimiento, de expansión, pero crisis, al fin, que nos obliga a todos a pensar desde ahora mismo el teatro que queremos y a luchar por él.
No hay que ser un gran observador para darse cuenta, por ejemplo, de la alarmante falta de directores y actores ante este panorama ampliado. O de que la televisión se está llevando a dramaturgos de los que cabía esperar, en breve, su eclosión. O de que la televisión, otra vez, está creando un star-system artificial que poco tiene que ver con la calidad escénica. O de que las empresas privadas y públicas más potentes están sustrayendo a las pequeñas sus mejores profesionales, y sin contrapartidas. Y más cosas, muchas más cosas (hay más productoras, más salas, el circuito de gira se ha extendido por Cataluña y España, ciudades medianas han empezado a producir sus propios acontecimientos, etcétera), que hacen que en definitiva se estén viviendo unos momentos caóticos. Son muchas las salas que parecen ir a la deriva cuando, en realidad, están remando denodadamente para llevar sus barquichuelas a buen puerto.
En este panorama frenético, a veces desesperanzador, si alguna sensación da el TNC es, en todo caso, la de haber echado ancla y querer asumir en su mole las diversas líneas que antes se seguían en el Poliorama, el Romea, el Mercat y el Lliure, una opción no tan descabellada cuando los dos primeros han dejado de ser lo que fueron y los dos últimos viven en la interinidad (y la deriva) a la espera de algo que algún día será pero nadie sabe todavía qué. A esta situación, el posible regreso de Flotats (otro tema recurrente en los círculos del ocultismo) sólo le añadiría su personal carisma, que fue, no hay que olvidarlo, lo que desató el vendaval (y no una conjura).
Puestos a plantear problemas, a mí me preocupa más la situación de los interlocutores del TNC, frente a quienes (aunque
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