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Reportaje:HISTORIAS DEL COMER

Bonitos, pero también buenos

Una serie de restaurantes combinan con acierto la belleza de sus instalaciones con la calidad de su cocina

Hay un dicho taurino, muy oído tras soportar corridas decepcionantes, que dice: "Cuando hay toros no hay toreros, cuando hay toreros no hay toros". Esta sentencia ilustra perfectamente un asunto poco tratado en las crónicas gastronómicas. Se trata de la adecuación del espacio arquitectónico, de la decoración y confort de los restaurantes con la culinaria que ofrecen. Por lo general, la primera parte del binomio sale muy desfavorecida: la calidad de las cocinas de restaurantes, cafeterías o bares, tanto en lo referente a las excelentes materias primas como a sus ajustadas elaboraciones, están por encima de sus instalaciones.Por contra, hay sitios bellísimos, de puro diseño con entornos de ensueño y prestaciones de lujo asiático, en los que se come de verdadero asco, lo que sucede sobre todo en las grandes ciudades, en locales de moda que se desvanecen como la espuma tras su efervescencia inicial. En el entorno del País Vasco sucede generalmente lo contrario, se come de cine -con distintos estilos, por supuesto-, pero el local donde se ubica el restaurante o es una auténtica cuadra, o esta aliñado con un gusto espartano con toques de rusticismo de pega o, lo que es casi peor, posee una decoración profundamente hortera.

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Por supuesto, hay que destacar los restaurantes más bonitos (teniendo en cuenta que el concepto de la belleza es altamente subjetivo) y donde se coma al menos bien. Esta somera relación bien puede comenzar por un tipo de restaurantes asentados en bellos caseríos con bucólicos entornos y decorados con un rusticismo elegante y a veces sorprendente: el Zuberoa Oyarzuarra, que ocupa el caserío Garbuno, el más antiguo del valle y con una terraza veraniega que vale casi tanto como su cocina; el Belaustegi, recientemente inaugurado como restaurante, pero cuya edificación data del siglo XVI, y, por supuesto, la joya más grande en este apartado, el Baserri Maitea de Forua en Vizcaya, donde se conjugan una excelente cocina de tradición puesta al día y un asador de élite con un paisaje de los de emocionar y un caserón decorado a capricho.

Hay otros restaurantes que no sólo enamoran, sino que son para los ya enamorados. Txokos tan deliciosos como Sebastián, sito en la parte vieja de la también bellísima Hondarribia, o el preciosista y barroco Mesón del Peregrino en la población navarra de Puente La Reina, donde la ecléctica, pero bien resuelta cocina de Nina Sedano se disfruta en un marco artístico y acogedor inigualable.

Se pueden dar más ejemplos, pero vale la pena detenerse en algo que en estos lares no abunda. Se trata de espacios de desbordante modernidad, de diseños funcionales con espacios ordenados en virtud de las propuestas del restaurador y las expectativas de unos comensales deseosos de innovación en todos los campos. Son locales de moda, pero con fundamento en su cocina, instalaciones como las del Kursaal y Miramón (Arbelaitz) en San Sebastián, y Mugaritz en Rentería y, por supuesto, la cafetería y restaurante del Guggenheim, todos con una culinaria más que notable y que actúan como puntas de lanza de esta corriente decorativa luminosa, calculadamente fría, mimimalista y franca a la vez. Modernidad sobria y total belleza paisajística que ha tenido siempre el Akelarre donostiarra aunque sin duda lo más sobresaliente de esa casa suele estar en el plato.

Pero la mayor sorpresa de este tipo de establecimientos de última generación se encuentra aquí al lado, en un pequeño pueblo de la Navarra agraria y profunda, Azagra, donde un entusiasta del diseño, Juan Miguel Sola, ha invertido hasta el último céntimo de su patrimonio familiar en su sueño de consumado gourmet: un restaurante asador, La Manduca, lleno de encanto e interés.

La obra del arquitecto navarro Patxi Mangado, propuesta para el Premio Nacional de Arquitectura, ha convertido una antigua nave agrícola en un local de impacto, donde llama la atención la sobriedad de su abstracta fachada y la relación con su entorno natural (un peñasco que cobija al conjunto del pueblo), el juego de volúmenes y la presencia de un patio interior que aporta una iluminación increíble, los constantes recursos geométricos y su antigua bodega recuperada a base de elementos tan sencillos como geniales.

Su carta, también de espectacular maquetación y grafismo, es mucho más pausada y tradicional que el conjunto del restaurante. Su base principal son los frutos de la huerta navarra en estado puro, destacando los sedosos pimientos, y la justeza del punto de cocción de dos hortalizas estrella: borrajas y alcachofas. Los guisos populares resultan gratos, como por ejemplo su típico ajoarriero con bogavante.

Magníficos los pescados a la parrilla y en particular la lubina, hecha en gruesos lomos y poseída de un embriagador toque de humo. Selectas carnes con perfecto punto, no en vano el experto parrillero, José Luis Vicente, se forjó en templos sagrados del chuletón. Siempre y fuera de carta hay sugerencias que responden a la parte más creativa de la cocinera de la casa, la autodidacta Raquel Sánchez, como, por ejemplo, el tartar de hongos frescos, la flor de calabacín rellena de manitas deshuesadas, las lentejas con foie y crema de verduras o el sensacional timbal de rabo de toro deshuesado y pacientemente estofado.

Entre los postres, todos dentro de la corrección, destaca por su naturalidad el queso con membrillo sobre cuajada ahumada de Ultzama. Deslumbrantes vajillas, mantelería de hilo y mil y un detalles de puro diseño. Hasta el agua de la casa se ha elegido no sólo por su calidad, sino por sus divertidos envases azulados, que conjugan perfectamente con el resto de elementos. Bueno y bonito.

Datos prácticos:

Restaurante-asador La Manduca; Navas de Tolosa, 97, Azagra (Navarra).

Teléfono: 948 69 24 04.

Precio medio: 5.000-6.000 pesetas.

Cierra: Domingos noche y lunes.

Tarjetas de crédito: Todas.

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