_
_
_
_
_

Vértigo en la cúspide sagrada

La restauración de la cúpula de San Francisco el Grande encara su recta final a 70 metros del suelo

En los altos espacios de las cúpulas pintadas de los templos esparce su dominio un tipo de vértigo inquietante. Inquieta, porque el mal de altura se tiñe allá arriba de una solemnidad que convierte la beatitud de los rostros de vírgenes, santos y ángeles en un rictus raro y tenso. La tensión es máxima cuando se trata de la tercera cúpula más grande del mundo: la de la iglesia madrileña de San Francisco el Grande. Los 72 metros de altura de su bóveda y la oquedad de 33 metros de su anchura provocan un estremecimiento que desata extraños silencios. Allí, precisamente, acaba de comenzar la última fase de una restauración que ha mantenido oculto en andamios el interior del templo durante un cuarto de siglo.Una decena de hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes restauradores, comienza a culminar la delicada tarea de restablecer, a tanta altura, la rica decoración pictórica del gran templo madrileño, dañada por siglos de humedad, de restauraciones deficientes o de simple abandono. El equipo ha sido informado, motivado y dirigido por Antonio Sánchez Barriga, del Instituto del Patrimonio Histórico Español. Conocedor del amplio templo franciscano desde que comenzara a ser reparado cinco lustros atrás, él es el responsable de la actuación.

La restauración se aplica sobre seis de los ocho grandes cuarteles, separados por nervios con molduras doradas, en los que la cúpula se desgaja. La rehabilitación consiste en la limpieza de la decoración pictórica y escultórica que abarca todo el espacio abovedado, la reposición de la base o el mortero en las zonas donde falta, la reintegración del color y el trazo donde se han perdido y la protección, con una capa de cobertura final, de la superficie tratada: 1.600 metros cuadrados de superficie enrevesadamente compleja para trabajar sobre ella. Es, quizá, la restauración más amplia de cuantas se han acometido en Madrid en el último siglo.

Va a costar 23,7 millones de pesetas culminar esta última fase, la séptima en 25 años, de combate contra la erosión y el desdibujamiento de las imágenes pintadas y de sus molduras. Sánchez Barriga, que ha restaurado también el templete romano de Bramante, canon arquitectónico universal renacentista, no ha escatimado aquí sentido del ahorro para culminar el remate de San Francisco el Grande. "Hemos empleado buena parte de los planos ya trazados, levantados en las numerosas restauraciones anteriores", dice. "¿Por qué hacerlos de nuevo?", añade con una sonrisa, compartida por María Ángeles Gómez, de la empresa Geocisa, enfundada en su bata blanca para la restauración. Sus palabras suenan de una forma especial allí arriba, a setenta metros del suelo, desde donde las largas bancadas de los reclinatorios de madera apenas ocupan el tamaño de media uña humana. Los únicos fieles que rezan abajo se asemejan a simples hormigas, mientras que los angelotes y los santos pintados al óleo, que decoran el yeso abovedado de los ocho gajos de la cúpula, parecen titanes mudos en aparente diálogo, tenso y callado, con la divinidad. A ella parecen rendirle cuentas en lo alto, mientras abajo, las luces de los sagrarios titilan silenciosamente impregnando el espacio de penumbra amatista.

A pesar de todo, Miguel Ángel González, Isabel Fernández, Nany Boronet, algunos de los jóvenes restauradores que allí trabajan, caminan entre los andamios como si hubieran perdido el miedo al vértigo. Pero, en su actuar, quizá por las potentes lámparas que les alumbran en su tarea, sus miradas parecen mantener el mórbido destello que vive en un paraje sacral de tan elevado porte, cuya atmósfera pareciera sujeta a otro tipo de gravedad, no física: la del rigor de los ceños de santos y beatos, flotantes allí arriba desde que los pintores Casto Plasencia, Jover, Martínez Cubells y Domínguez les encumbraran con la firme aplicación de sus pinceles sobre el yeso, para invitar a la reflexión a los fieles que elevan su rezo al cielo. Tal ha sido el ornato sacro del que fuera durante siglos, hasta la construcción de la catedral de la Almudena, el mayor de los templos católicos de Madrid. Su cúpula es más grande aún que las de la catedral de San Pablo, en Londres, y la de los Inválidos, en París, dicen los expertos.

Caminos angostos de andamios con el suelo de tablas de madera flexible circundan la cúpula enfundados en plásticos. Con tesón, los restauradores observan primero los muros que han de tratar y luego, minuciosamente, realizan sus mezclas: agua, acetona y amoniaco para la limpieza; goma de gran dureza; morteros para combatir las exfoliaciones, esos abarquillamientos que la pátina de pintura adopta cuando pierde la pugna contra el agua de la lluvia, que se filtra incesantemente después de cada tormenta. Con la espalda sujeta por los tubos metálicos de los andamios y la mirada fija en las anchas paredes decoradas sobre el yeso, los brazos de los artistas encuentran aún, pese a la amenazante estrechez en la que se mueven, soltura holgada para restañar con mimo las heridas de los paños donde la erosión más se ha cebado. La química, su oficio y su ingenio darán su resultado en abril. Entonces, los andamios abrirán paso a la luz.

Sinfonía de arte monumental en el corazón de Madrid

Sobre el solar de San Francisco el Grande hubo un monasterio medieval cuya fundación la leyenda atribuye a Francisco de Asís, creador de la orden de su nombre. Pese a la proclamada austeridad franciscana, su iglesia gótica cobijó durante siglos pinturas y estatuas de gran valor, al igual que enterramientos y cenotafios de la reina Juana de Portugal, Rui González de Clavijo y Enrique de Villena. Todo ello desapareció al ser demolida la iglesia en 1760.Se le encomendó entonces a Ventura Rodríguez un nuevo templo. Pero su proyecto fue rechazado por los frailes, que decidieron asignárselo a fray Francisco de Cabezas. Cabezas marró en su intento. Al poco de iniciar sus obras, amenazaron ruina inminente. Siete años después quiso consolidarlas Antonio Plo, con el disgusto del clero. Tomó cartas en el asunto el rey Carlos III. Encargó la reconstrucción a Francisco Sabatini, quien, con la ayuda de Miguel Hernández, discípulo de Ventura, resucitó la iglesia, de planta circular y jalonada por siete capillas. Fue Hernández el autor de su convexa fachada neoclásica, dórica en su primer cuerpo, jónica en el segundo y apuntada con un remate triangular. Seis estatuas de santos coronan su balaustrada y dos campanarios laterales flanquean la magnífica cúpula de 72 metros de altura por 33 metros de anchura. Su interior, no menos ubérrimo, está espléndidamente porticado en madera tallada por Miguel Rosado. Púlpitos florentinos enmarcan una gradería de mármol que da acceso al altar mayor, de tabernáculo renacentista en bronce, con una sillería traída del monasterio de El Paular. Con vidrieras de Guinea, sus capillas albergan cuadros de Zurbarán, Cano, Rizzi, Ribalta, Jordán, Pacheco y Herrera, más estatuas de Bellver y Benlliure. Goya, con su San Bernardino de Sena, regala esplendor al templo.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_