LA CRÓNICA El cortejo de la muerte ISABEL OLESTI
Cuenta Josep Pla (de hecho no cuesta demasiado citar a Pla porque habló prácticamente de todo) que en los entierros pudientes había siempre una nube de rezagados que buscaban los restos del puro que los señores tiraban al suelo. Eran otros tiempos, cuando la muerte lucía un ritual casi de fiesta mayor y el muerto era llevado al cementerio con todos los honores. De esta práctica procede el nombre tan común de pompas fúnebres. Aunque no parezca especialmente agradable, vale la pena acercarse al Museo de Carrozas y Coches Fúnebres, situado en una de las dependencias de Sancho de Ávila y considerado el mejor del mundo en su especie.En las inmediaciones de Sancho de Ávila ya se respira el negocio de la muerte: tiendas de lápidas, coronas de flores, tumbas y panteones se amontonan hasta la puerta de entrada. La recepción parece más un hotel de tres estrellas que lo que realmente es (más tarde me aclaran que el cliente -no el muerto- necesita sentirse cómodo para hablar de los pormenores del sepelio). Una señorita detrás de un mostrador me invita a sentarme. Al poco rato aparece José Luis Torres, que me guiará por ese mundo de carrozas de lujo tiradas por caballos de cartón piedra y acompañadas de lacayos de ojos vidriosos y pelucas rancias.
Entramos en un ascensor y bajamos al sótano, lo que ya, de por sí, impresiona un poco. Se abren las luces y aparece ante mis ojos una especie de decorado de película de terror tipo Jack el destripador: un tropel de carrozas y coches fúnebres están colocados en un simulacro de calle, con sus adoquines y sus farolas de gas. Las carrozas -algunas con el ataúd- son arrastradas por tiros de cuatro a seis caballos debidamente guarnecidos. Jinetes de gran lujo con los servidores vestidos a la Federica acompañan el sepelio por esas calles fantasma donde reina un completo y espectral silencio. El museo está vacío.
Nos acercamos a la carroza Imperial, una de las perlas del museo, que en su día condujo a su última morada al profesor Tierno Galván. Construida a principios del siglo pasado, tiene una cúpula acristalada sostenida por columnas en las que aparece la figura del búho. El reloj de arena, las alas del ángel negro, el alfa y omega, la guadaña... son símbolos que se van repitiendo. La Imperial -que en 1978 un americano quiso comprar por 10 millones- atravesó media España montada en un remolque y se paseó por Madrid con los restos de su alcalde fallecido.
Otras carrozas acompañan a la Imperial: la Gótica, la Gran Doumond, la Angélica -que conducía a niños y doncellas-, el coche estufa -cerrado con cristales biselados-. La calidad del sepelio va bajando hasta llegar al coche araña, utilizado por los muertos más humildes o los que no podían pagar.
Rememorando un entierro de antaño podemos imaginar al grupo de sacerdotes y monaguillos con la cruz alzada encabezando el cortejo. Les seguían la carroza o el coche y sus servidores hasta la parroquia. Despedido el duelo, era llevado al cementerio. El cortejo iba por el centro de la calzada y a su paso se paraba la circulación.
El primer coche fúnebre de tracción mecánica que hubo en Barcelona, en 1930, condujo el cadáver de Francesc Macià. Pero el que despierta la codicia es un fantástico Buick, el coche más moderno de los expuestos, una auténtica perla. Seguimos el paseo cuando, de repente, se oye un trueno: es el metro, que pasa casi rozando el sótano. También el ruido del tren rompe de vez en cuando el silencio. Hace bastante calor aquí abajo, aunque la caballería, los lacayos y los cocheros siguen impertérritos: los maestros falleros de Valencia se esmeraron en su labor. A punto de salir aparece una turista. "Son los que vienen más porque el museo sale en todas las guías", comenta el señor Torres. Ya en la calle, agradezco el ruido del tráfico y de la gente; hasta los humos de los coches son casi una bendición. Antes de entrar en el metro me choca el cartel de una tienda de mármoles que anuncia tanto lápidas de cementerio como cuartos de baño. Ya tenía razón Pere Calders con lo de Tot s"aprofita.
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