LA PRINCESA Y LAS PERDICES
Pedro, al que sus amigos llaman "el pastorcito ilustrado", se removió inquieto sobre el berrocal, observando a lo lejos cómo sus ovejas daban cuenta plácidamente de la abundante hierba. Arriba, el personal se mostraba un pelín alborotado. Perdices, aguiluchos cenizos, avutardas, tórtolas y otros ejemplares revoloteaban de un lado para otro. "¡Ya está aquí!", se dijo el bueno de Pedro. Y vaya si estaba, y con todo su séquito: padre, marido, hijos, niñeras, guardaespaldas alemanes, chóferes, ojeadores, cocineros, guardias civiles, caseros de cotos, amigos irreconocibles y admiradores anónimos. La princesa Carolina de Mónaco ha vuelto a Las Golondrinas, su refugio rural, un coto privado de caza situado en el término municipal de Cáceres que la acoge como flor de otoño. Allí ha pasado todo el fin de semana acompañada de su padre, Rainiero; con su marido, Ernesto de Hannover, envuelto en polainas y plumas que levantaron la sonrisa de los lugareños; con su hijo Andrea Casiraghui, tan mayorcito él que ya hasta pega tiros a las perdices, y con la pequeña Alejandra, la joya del principado, a la que mamá Carolina ha dedicado toda su atención. Nadie, salvo invitados y obreros, podía acceder al coto, propiedad del conde de Tres Palacios, que explota Fernando Díaz de Bustamente, empresario que años atrás tuvo sus más y sus menos con un grupo de cazadores que se cansaron de ver tantos cepos en los límites de la finca. Muchos paparazzi por los alrededores, frenados en seco por la Guardia Civil. Cuentan quienes dicen que estuvieron cerca de tales huéspedes que fueron unas grandes jornadas de caza, que los invitados hasta aplaudieron una paella y que aquello, por la felicidad y la hermosura del paisaje, parecía el Edén; eso sí, situado en lo que la Unión Europea cataloga como bolsa de pobreza. Pero con muchas perdices.-
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