Desbordados por sus hijos
Padres de clase media empiezan a llevar a sus vástagos a correccionales, mientras se discute si deben pagar los gastos
Hay padres de clase media que no soportan a sus hijos adolescentes. Algunos de ellos llegan al extremo de acudir a una institución pública para que se haga cargo del menor. ¿Cuántos? No hay cifras, pero las autoridades y los sociólogos perciben un fenómeno que empieza a ser preocupante. Sólo en Madrid suponen casi el 12% de los casos que llegan a los centros de primera acogida, tradicionalmente reservados para menores desamparados. En Galicia, el teléfono de atención al menor registra unas 1.200 llamadas anuales: un 13,22% en los últimos meses responde a casos de falta de entendimiento entre padres e hijos. Cataluña y Madrid suman cerca de 12.000 menores atendidos por la Administración: un alto porcentaje de ellos tienen entre 13 y 18 años (el 67% en Madrid) cuando hace años la mayoría tenía menos de 10 años. No son cifras categóricas, pero dan que pensar. "¿Qué estamos detectando?", dice Teresa Rey, directora general de la Familia en Galicia, "cada vez más casos de menores que llegan a nuestras instituciones, de padres con posibilidades económicas, pero sin habilidades educativas". El asunto se trató el pasado 19 de octubre en una reunión sectorial con responsables de todas las autonomías. Hay que analizar el fenómeno. Una primera respuesta es estudiar fórmulas para cobrar a esos padres con medios económicos que dejan a sus hijos.La policía recibe 3.000 denuncias cada año de padres cuyos hijos no aparecen por casa. La inmensa mayoría se resuelven al poco tiempo: simplemente, son adolescentes que no han dormido en su domicilio una noche, chicos que evidencian problemas de convivencia con sus padres. Esperanza García, directora gerente del Instituto Madrileño del Menor y la Familia (IMMF), lanzó un torpedo en la línea de flotación de la clase media hace unas semanas: "Desde hace unos tres años, cada vez son más las familias de clase media, de las consideradas normalizadas, que ingresan voluntariamente a sus hijos adolescentes en centros para menores porque la convivencia con ellos se ha vuelto insostenible". "Son adolescentes afectivamente abandonados, que entienden la sociedad del bienestar como hacer lo que les da la gana", apunta Teresa Rey. "Y el final de todo esto no debe ser: yo educo a mi hijo y el día que me moleste lo dejo en un centro público". "Se trata de hijos que se convierten en tiranos", apunta Javier Urra, defensor del menor en Madrid.
En definitiva, hijos que maltratan a sus padres.
Es el caso de Federico. Vive en Valencia. No parece sentir remordimiento a sus 14 años. Acaba de expulsar del piso a Elena, su madre, de 36 años, ama de casa, sin importarle que esté en camisón. Los padres creen que han llegado a un límite en su resistencia. Se proponen denunciar a su hijo ante el fiscal de menores.
Asunción tiene la misma edad que Federico. Es madrileña. Su acto de rebeldía es más frío. Ha calculado. No ha dormido en casa durante el fin de semana y debe dar explicaciones en la comisaría porque sus padres hicieron la correspondiente denuncia. No se le ocurre otra cosa que improvisar un falso historial de malos tratos como coartada, y asiste inmisericorde a una investigación en toda regla que empuja a sus padres a la desagradable condición de sospechosos ante la justicia. Un médico analiza si un pequeño hematoma en su rostro puede desvelar por la pigmentación rastros de otros golpes anteriores. La policía se acerca al colegio para hablar con profesores y tutores. No hay indicios de malos tratos. El "me pegan" se transforma con el paso de los días y la falta de pruebas en un "me explotan". La muchacha se ha acostumbrado a hacer su vida; ahora no acepta normas: si la obligan a hacerse la cama, se rebela y se va de casa. Los padres se plantean recurrir a una institución pública. No soportan a su hija. No pueden con ella.
Eusebio debe de estar muy desesperado. Es arquitecto. Tiene 41 años. Se dirige en un taxi a la fiscalía de menores. Lleva a su hija Irene, de 15, atada a su muñeca derecha. Debe aguantar la espera en la pequeña recepción, donde un policía nacional debe tomar nota de su llegada. Los minutos se hacen interminables. ¿Qué hace la hija atada a su padre? Por fín, le recibe el fiscal. Casi no hay preámbulos en el saludo. "Aquí le dejo a mi hija", dice Eusebio. No hace mucho tiempo que averiguó que Irene se dedicaba a la prostitución.
Fue un momento horroroso. Todos sus ideales por los suelos, su carrera profesional convertida en algo sin importancia comparado con lo que tenía a su lado, su hija. Porque no sabe qué hacer con ella, con su vida de prostituta, con esa relación que no aprueba con un grupo de adolescentes que practican una forma de vida que no es la suya o que entiende que está fuera de toda norma. No le gusta su forma de vestir, no acierta a comprender cómo ese grupo la ha comido el coco hasta ese punto, hasta prostituirse ¿voluntariamente? para financiar las actividades del grupo, un colectivo con más autoridad ante ella que él mismo, que su propio padre, un padre desconcertado, desesperado, que pide a las autoridades que salven a su hija, que se hagan cargo de ella, que papá Estado pase a ser, de alguna manera, también mamá Estado.
Él es abogado y ella es bióloga. Ambos superan los 40 años y han querido para su hijo un tipo de educación diferente. Se proclaman tolerantes y lo dicen convencidos. La madre es algo más rígida que el padre: han procurado no comprarle pistolas cuando era pequeño, le prohibían ver los dibujos animados en la televisión porque pensaban que eran nocivos para su educación. Como muchos otros padres, se preocuparon de leer algún manual sobre la correcta educación de los hijos. Todo ello para su beneficio. Resultado: a sus 13 años ya no pueden con él y sacan bandera blanca. No le entienden: es agresivo, grita, insulta, rechaza ordenar su habitación, se rebela por cualquier cosa, se marcha de casa... Pero es un buen estudiante. Advierten, eso sí, que tiene problemas para relacionarse con sus compañeros. Y deciden acudir a una consulta. Quienes estudian el caso empiezan a rascar en su vida. El chico no lo pone fácil, es desagradable en sus respuestas, se pone violento cuando acude con sus padres. No le importa manifestar que le dan asco.
Los psicólogos concluyen que el chaval está pidiendo a gritos que le hagan caso. Por ejemplo, es infantil aun cuando razone como un adulto, le gusta jugar, es capaz de entretenerse solo con cualquier cosa. Sus padres quisieron que hiciera deporte, le obligaron a la lectura, despertaron en él demasiadas expectativas. Se hizo introvertido, no se considera útil ni querido. Carece de autoestima. Está aislado y ahora siente celos. El problema se ha agravado al nacer una hermana que tiene ahora dos años: inconscientemente, los padres se están volcando en ella. La terapia determina trabajar con el hijo, pero también con los padres, enseñarles otras habilidades de comunicación con su hijo, enseñarles a negociar, aspecto en el que coinciden psicólogos, educadores y sociólogos: la crítica al exceso de tolerancia no debe conducir a un elogio al autoritarismo. Los padres deben tener autoridad, pero han de negociar.
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