Pan y libertad
El título de esta columna parece un eslogan, pero, en verdad se trata de dos conceptos entre los que se juega la vida y la muerte de los seres humanos, y, también, las posibilidades de que lleven una existencia decente o execrable. A primera vista, comer o morirse de hambre, y gozar de libertad o ser privado de ella, parecen cosas bien diferenciadas que sólo entreveran en sus discursos y proclamas los políticos gárrulos, y que no deberían confundirse en el análisis de la realidad social.En verdad, quienes piensan esto cometen un error garrafal, según el profesor Amartya Sen, Premio Nóbel de Economía en 1998, que, en un libro recién publicado, Development as Freedom (Desarrollo como Libertad), sostiene que, así como existe una estrecha simbiosis entre la democracia y la paz -no ha habido guerras entre países democráticos, sólo entre dictaduras o entre éstas y países democráticos- los regímenes que garantizan la libertad y la legalidad son, también, los que mejor defienden a sus ciudadanos contra la penuria alimenticia. El profesor Sen, de origen asiático, que hizo su carrera universitaria primero en Cambridge y luego en Harvard, hace esta contundente afirmación: "En la historia del mundo, jamás ha habido hambrunas en una democracia funcional, sea ésta económicamente rica, como la Europa occidental contemporánea y los Estados Unidos, o relativamente pobre, como India, Botswana y Zimbabue luego de la independencia".
Hace tiempo que no leía un libro tan estimulante como éste -pese al esfuerzo que, a veces, exigen al profano sus complejidades técnicas-, que reúne un ciclo de conferencias que Amartya Sen dio a los funcionarios del Banco Mundial. ¿Les habrá servido de algo? Su lectura debería ser compulsiva para todos los empleados y dirigentes de las organizaciones internacionales, y, muy en especial, para quienes tienen responsabilidades en las tareas de promover, asesorar, dar créditos y ayuda técnica a los países empeñados en salir del subdesarrollo. Con argumentos apoyados en cifras y evaluaciones que somete a rigurosa criba científica, el libro es una severísima abjuración de la idea, universalmente inculcada por los economistas, de que el desarrollo o la modernidad de un país debe medirse por sus niveles de ingreso, su producto bruto, el número y la variedad de sus industrias, o, en otros términos, por todo aquello directa y exclusivamente relacionado con la creación y distribución de la riqueza. Que un eminente economista se insurja de manera tan radical contra esta visión economicista del desarrollo y sostenga que el objetivo de éste, su "razón primordial", no es el bienestar material, sino aumentar la libertad de los individuos para vivir como mejor les parezca, no puede ser más oportuno. Ni más adecuado para entender lo que está ocurriendo en muchas regiones del mundo, como Asia y América Latina, que, pese a haber aplicado obedientemente las buenas recetas económicas de los cerebros tecnocráticos del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial -apertura de mercados, privatizaciones, reducción del déficit, estímulo a la inversión- no sólo no avanzan, han comenzado a retroceder y se enfrentan, a veces, a crisis que amenazan con ahogarlos.
No es el progreso económico el que abre las puertas de una sociedad a la libertad, dice el profesor Sen; es ésta la que echa los cimientos durables de la prosperidad, sobre una base de justicia, para el conjunto de los ciudadanos. De nada sirve, por ejemplo, una excelente política económica modernizadora si en dicha sociedad no existe una información libre que permita una vigilancia permanente del funcionamiento de los mercados y la denuncia de los abusos, y un sistema judicial independiente al que puedan acudir en pos de reparación y desagravio quienes se consideren víctimas, y que dirima imparcialmente las rencillas y diferencias inevitables que genera la competencia.
El profesor Sen es un genuino liberal -Adam Smith es una de sus continuas referencias a lo largo del libro-, y lo es no sólo porque crea en el mercado libre y la empresa privada, sino, porque, al igual que todos los pensadores clásicos del liberalismo, subordina metódicamente la libertad económica a la idea de democracia, sin la cual, como demuestra a cada paso en sus investigaciones, aquella resulta siempre transitoria, condenada a deteriorarse y corromperse. Aunque saca sus ejemplos, sobre todo, de Asia y África, y cita pocos casos latinoamericanos, no creo que haya más luminosa asesoría que las ideas y tesis de este libro para entender lo que que hoy está ocurriendo en muchos países de América Latina.
Hace apenas diez años, el llamado nuevo continente (en realidad, viejísimo), parecía haber optado por los instrumentos del desarrollo: democracia y mercado. Gobiernos civiles reemplazaban a las dictaduras militares, se abandonaba la autodestructora política cepalista de sustitución de importaciones y nacionalismo económico por la apertura, las privatizaciones y la inserción de las economías locales en la economía internacional. Luego de unos años prometedores, de pronto, todo empezó a detenerse o a retroceder. Y, en la actualidad, con pocas excepciones, la recesión golpea de manera inmisericorde a unos, aumentan los índices de desempleo, crece la inflación, los capitales extranjeros que habían acudido comienzan a partir y la pobreza aumenta velozmente por doquier. Hasta Chile, el florón más vistoso de la corona con sus índices de aumento del producto de siete y ocho por ciento por muchos años consecutivos, tendrá este año crecimiento cero. ¿Qué ocurrió?
Los nostálgicos del Estado fuerte y filantrópico, que acusan de estos desastres al cuco de moda -el neo-liberalismo-, y los que echan toda la culpa del problema a los ramalazos de la crisis asiática y a los desastres naturales de El Niño y los huracanes caribeños, deberían leer estas conferencias de Amartya Sen, para empezar a entender lo que pasó. Las supuestas políticas económicas modernizadoras, pese a estar tan drásticamente fiscalizadas por los funcionarios del FMI y del Banco Mundial, no funcionaron, porque el contexto en el que operaban se encargaba de sabotearlas a cada paso, de vaciarlas de sustancia y de apartarlas de su verdadero objetivo.
No fue la política económica la que falló, sino la democracia, y, sin ésta, aquella no puede ser nunca exitosa, aunque, por algún tiempo, las estadísticas económicas de aumento del producto y la instalación de nuevas industrias, finja demostrarlo. La democracia fue una mera fachada política -había elecciones, cada cierto tiempo-, pero no justicia, y las reformas económicas, en la mayoría de los casos, se hicieron para favorecer intereses particulares -los miembros o asociados del propio gobierno-, transfiriendo monopolios públicos al sector privado, o para llenar las arcas estatales y permitir el enriquecimiento ilícito. En dos campos muy concretos, esenciales para el verdadero desarrollo según el profesor Sen -los llama las "capacidades" que debe poner una sociedad al alcance de sus ciudadanos-, los jueces y la propiedad, no hubo avance alguno y, en algunos casos, más bien retrocesos. Los tribunales siguieron siendo manipulados por el poder político o comprados, y las posibilidades de los pobres de acceder a la propiedad se abrieron, a cuentagotas, en poquísimos casos -Chile, por ejemplo-, en tanto que, en la mayoría de los países siguieron cerradas para la inmensa mayoría. El momentáneo aumento de la riqueza sólo sirvió para que creciera con ella la corrupción, surgieran fantásticas fortunas mal habidas, y, con la pobreza de los más, aumentara el desencanto y el resentimiento de vastos sectores contra una "democracia" que aparecía tan inepta e inmoral como las dictaduras de antaño para satisfacer las expectativas de las mayorías.
No es extraño que, en un clima de esta índole, sobrevenga el desplome del orden constitucional. El golpe de Estado fraguado por el Ejército con la complicidad del Presidente Fujimori, en el Perú, en abril de 1992, instituyó un modelo que ha tenido continuadores, aún cuando los imitadores no llegaran a los extremos chuscos y militares del golpe peruano. Pero, sin el mal ejemplo de Fujimori, es improbable que, primero Menem en la Argentina, Henríquez Cardoso en Brasil luego, y por último el comandante Chávez en Venezuela, urdieran reformas constitucionales con el ánimo de hacerse reelegir, infrigiendo de este modo un rudo maltrato a la legalidad democrática. Decir que, a diferencia del Perú, en Argentina, Brasil y Venezuela, no fueron los tanques sino los parlamentos los que autorizaron la enmienda constitucional para la reelección, es cierto; pero, también lo es, que, actuando como lo hicieron, esos Presidentes reeleccionistas se encargaron de mostrar a sus pueblos el poco o nulo respeto que les merecían las reglas de juego que los hicieron elegir, aquellas formas legales que -como las formas en la literatura- constituyen en verdad la esencia de la vida democrática.
Corrupción, maltrato de la legalidad, jueces sometidos al poder o al dinero, nulo acceso a la propiedad para las inmensas mayorías y el enriquecimiento enloquecido de ínfimos grupúsculos de privilegiados, una información a menudo mediatizada por el miedo o el soborno: ¿qué de raro tiene que, de pronto, con ayuda de la demagogia, millones de seres frustrados e indignados por esa supuesta "democracia" se pongan a acusar a los partidos políticos o a 1os congresos del fracaso, y vuelvan los ojos hacia un hombre providencial? No hablo sólo del celebérrimo comandante Chávez. Todo parece indicar que, en Guatemala, la segunda vuelta electoral confirme la rotunda victoria obtenida en la primera por Alfonso Portillo, el candidato del Frente Republicano Guatemalteco, del general golpista Efraín Ríos Montt, que presidió una de las dictaduras más sanguinarias en la historia de ese país centroamericano. Una de las credenciales del candidato Portillo, el nuevo "hombre fuerte" del panorama político latinoamericano, es haber matado a balazos a dos adversarios políticos en un mitin callejero.
La lección del profesor Amartya Sen es muy sencilla: el verdadero desarrollo no es económico, éste es una de las consecuencias, en ningún caso la herramienta, del desarrollo político, cultural e institucional de un país. Si un gobierno puede darse el lujo, como hizo el del Perú, de arrebatarle la nacionalidad a un empresario, el señor Baruch Ivcher, con grotescas triquiñuelas legales, para poder apoderarse de su empresa, un canal de televisión cuyas críticas le molestaban, ¿cómo puede aspirar a atraer capitales extranjeros? Éstos acuden sólo a aquellos países donde existe una estabilidad legal, que no puede ser impunemente transgredida en razón de la fuerza bruta, y donde el Poder Judicial existe para corregir, no amparar y legitimar, los atropellos del poder.
Ojalá que, ilustrados por estas conferencias de Amartya Sen, los funcionarios del FMI y del Banco Mundial, incorporen a las exigencias de ortodoxia económica para conceder sus créditos que presentan a los países del tercer mundo, otras, anteriores o indispensables para lograr el bienestar material: respeto a los derechos humanos, a la libertad de información, jueces independientes, elecciones pulquérrimas fiscalizadas por organismosinternacionales, medidas efectivas para extender la educación, el acceso a la propiedad y a la salud, y -el profesor Sen hace mucho énfasis en esto último- reducir drásticamente los presupuestos para adquisición de material bélico.
© Mario Vargas Llosa, 1999. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1999.
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