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Sobre el espíritu científico

Cuentan que el célebre médico holandés Boerhaave se descubría siempre que pasaba por delante de un saúco, en reconocimiento a sus fabulosas virtudes medicinales. Claro que también aseguran que la fama del médico era tan divulgada y aceptada, que en una ocasión le llegó una carta desde China con las únicas señas de "Boerhaave, Europa". En cualquier caso, lo que es sin duda cierto es que el gran Boerhaave amaba los árboles, y fue esta estima hacia la naturaleza y hacia las bondades que de ella podemos obtener, lo que inculcó en sus alumnos, entre ellos Linneo y Albrecht von Haller.Por eso nunca Boerhaave habría entendido que un científico pudiese patentar una planta, ni una sustancia química en ella descubierta. Como mucho podía ponerle nombre, como hizo Linneo con más de 18.000 especies vegetales, o dedicarle entusiásticos poemas botánicos, como Haller a la Gentiana lutea. Eran científicos, y en su afanosa búsqueda primaba la idea de contribuir al progreso de la humanidad, y si era posible de conseguir con ello fama y reconocimiento público. Haller se enemistó con Linneo, y éste con Buffon, porque todos, desde una ambición entusiasta, se apresuraban a querer ser los primeros en dar a conocer a la humanidad las maravillas de la naturaleza. Por no recordar las discusiones, insultos y descalificaciones que se produjeron entre Newton y Leibnitz, a propósito de quién había descubierto antes el cálculo integral.

Ser el primero, esa es la cuestión. En ciencia se produce a menudo una absurda rivalidad, que recuerda en ocasiones más una gesta deportiva que una intelectual. Goethe, en sus inagotables Conversaciones con Eckermann, ya reflexionaba sobre estos avatares de la investigación: "Los problemas de la ciencia son a menudo los problemas de la existencia. Un sólo experimento puede hacer famoso a un hombre y fundamentar su felicidad burguesa. Por esa razón reina en las ciencias una mayor severidad y una tozudería y desconfianza hacia las ideas ajenas". Y es relativamente cierto: Fleming sin el hongo Penicillium, o Franklin sin el pararrayos, no serían menos científicos, pero sin duda sí que serían menos conocidos, como lo son -por ejemplo, y a pesar de unos méritos semejantes- el conserje y microbiólogo Leeuwenhoek o el abad Nollet.

En cualquier caso, esta competitividad en la ciencia ha conducido a los investigadores, durante este alocado fin de siglo, a una auténtica fiebre por patentar y rentabilizar el más mínimo descubrimiento. Hace unos días conocimos la decisión de EE UU de denegar la patente solicitada para el uso de la ayahuasca (Banisteropsi caapi). Esta planta propia de la Amazonia es utilizada por los chamanes para curar a los enfermos, y la firma International Plant Medicine Corporation intentaba controlar los derechos de su explotación. Un investigador americano había aislado algunas de las sustancias alucinógenas que convierten a esta planta en mágica, y había intentado patentar su uso. Afortunadamente, por problemas de legislación, la Oficina de Patentes ha denegado su inscripción, y los pueblos de la Amazonia podrán seguir haciendo libre uso de la ayahuasca. Pero, en cualquier caso, este ejemplo ha puesto de nuevo en entredicho la dudosa ética de patentar un producto que se encuentra libremente en la naturaleza.

Y, en este sentido, resulta especialmente interesante comentar la visita -en el marco de la Setmana de la Ciència organizada por la Universidad de Valencia- de Helène Langevin, nieta de Mme Curie. En su excelente conferencia, la doctora Langevin explicó la profunda convicción científica de sus abuelos, que durante años trabajaron en condiciones pésimas. Su abuela, Marie Slodowska, procedente de una humilde familia de Varsovia, se casó con Pierre Curie, un sencillo científico de la Escuela de Física y Química de París, y ambos iniciaron una de las aventuras científicas más insólitas e irrepetibles de la historia de la ciencia. Cuando descubrieron el radio se negaron a patentarlo, aunque ello los habría hecho inmensamente ricos: "Es imposible e iría contra el espíritu científico", se justificaba Mme Curie, "los físicos siempre deben publicar sus resultados por completo. Si nuestro descubrimiento tiene aplicación comercial, es algo de lo que no debemos sacar provecho. Si el radio va a usarse en el tratamiento de ciertas enfermedades, me parece inadmisible beneficiarnos de ello".

El matrimonio Curie, por el descubrimiento del radio, obtuvo el Premio Nobel, y con ese dinero -según nos explicaba Helène Langevin- se compraron dos bicicletas. Dos vélos con los que recorrieron los senderos de la campiña parisina. En aquellos paseos dominicales, los Curie discutían los problemas de la ciencia, que como apuntaba el sabio de Weimar, no son otros que los de la existencia. Sus nombres, por su descubrimiento, ya eran inmortales, pero su probidad intelectual y su generosidad también constituyen ahora un ejemplo imperecedero. Los Curie encarnan, sin duda, el verdadero espíritu de la ciencia.

Martí Domínguez es escritor.

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