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La felicidad

SEGUNDO BRU

La realidad es tozuda y de nada vale tirarla por la ventana porque te acabará entrando por la puerta. Zaplana no parece entenderlo así. Todo su tinglado propagandístico acerca de que somos la vanguardia del crecimiento económico español no se sostiene más. Estamos creciendo por debajo de la media estatal, aunque sea una décima. Tampoco es cierto que seamos una región de las más prósperas. Estamos mejor que algunas pero bastante peor que otras muchas y, además, la tendencia es hacia ir perdiendo posiciones. Pero como los crudos e irrefutables hechos, en forma de indicadores objetivos, homologables y comparables por tanto a nivel interregional o europeo, entran en contradicción con su prédica panglossiana, según la cual vivimos en la mejor de las autonomías posibles, pues tanto peor para los hechos ha debido decirse y así, ante el pleno de las cámaras de comercio reunido por el Sr. Virosque para rendirle -otra vez- pleitesía, ha huido de los ingratos indicadores económicos deslizándose por una intangible, subjetiva y, supuestamente, no mensurable senda, al proclamar que "el mejor indicador es el de la mayor felicidad per cápita". Craso error que no lo va a librar de la pertinente e imparcial crítica.

En primer lugar porque, al igual que quien hablaba en prosa sin saberlo, se ha metido en un terreno de rancia tradición en la ciencia económica. Sus palabras en el Palacio de Congresos son un mero eco de las de Beccaria en 1764 ("la massima felicità divisa nel maggior numero") que a su vez traen causa de Hutchenson, el maestro en Glasgow de Adam Smith, de Verri, de Paley, de Priestley o de Helvetius, y continúan hasta encontrar su mejor expresión en Bentham y el radicalismo filosófico, origen y fundamento teórico de toda intervención democrática legislativa o gubernamental dedicada a incrementar la felicidad pública, el bienestar colectivo, lo cual desemboca lógicamente en el welfare economics socialdemócrata. Razón tiene el nobel de Economía James Buchanan para considerar, desde su conservadora perspectiva, a Bentham más peligroso que a Marx. Zaplana, como es habitual, intenta revestirse con plumas ideológicamente ajenas.

Y, en segundo lugar, porque ya ha habido diversos intentos de medir la felicidad. El último y más reciente -publicado este mismo mes- el de los profesores Blanchflower, del incuestionable National Bureau of Economic Research, y Oswald, de la prestigiosa Universidad de Warwick, los cuales establecen a través de 100.000 encuestas en Gran Bretaña y los EE UU que -haciendo obvia salvedad de su farragosa metodología- existe una correlación directa entre mayores niveles de renta y mayores índices de felicidad. Por usar sus propias palabras, "money does buy happiness", o sea el dinero no sólo no se opone sino que puede "comprar" felicidad. Los casados con matrimonios duraderos son más felices, estadísticamente, que los divorciados y los ocupados más que los parados. Como aquí tenemos muchos más parados que en las regiones más prósperas no debemos ser más felices. Y si no crece la renta por habitante -como no lo hace- no crecerá la felicidad. Y si la enseñanza o la sanidad privada prevalecen sobre la pública menos. Claro que, por no pecar de economicistas, hay otras muchas variables. Pero el dulce clima, o el yacer satisfactoriamente con hembras o varones placenteros, no creo, al menos por ahora, que se puedan atribuir al efecto Zaplana.

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