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Mundialización capitalista y ciudadanía

El actual capitalismo neoliberal ha logrado configurar un sistema-mundo que engloba como una gran red la mayor parte de las relaciones económicas, políticas y culturales. Ninguna de ellas escapa a su dominio. La dinámica interna de este sistema-mundo está alumbrando un neoimperialismo de dimensiones inmensas. ¿Qué organizaciones plantean hoy la transición al poscapitalismo?, ¿acaso los nuevos paradigmas de la izquierda plantean el socialismo como una superación del capitalismo? Como afirma Touraine en su último libro, es necesario diseñar una estrategia de salida del neoliberalismo a escala mundial. Sin embargo, se está consolidando una izquierda europea que, con mayor o menor explicitud, abandona de hecho la construcción económica del socialismo y, desde luego, no tiene un programa de gobierno político de la mundialización capitalista. Esta construcción de una izquierda sin socialismo refuerza las tendencias más perversas de la mundialización capitalista en curso.Ante esta realidad, creo que hay que realizar dos operaciones; una desde la sociedad política y otra desde la sociedad civil. La primera requiere cambios muy importantes en la mentalidad y las estrategias de los partidos que todavía no logran traspasar las fronteras del Estado nación en sus diseños programáticos y estratégicos o, a lo sumo, están encerrados en una visión eurocéntrica de la realidad. Tan importante como esta operación es la de actuar en el plano prepolítico (prepartidista) y en la esfera de la cultura de masas. En este sentido, ante la mundialización del capitalismo, tenemos que construir una ciudadanía internacionalista. Para ello es imprescindible afrontar el tema del capitalismo como modo de producción cultural y diseñar un modelo de educación de la ciudadanía.

Gramsci, en sus escritos de los años treinta sobre el americanismo como fase superior del capitalismo y, más recientemente, Wallerstein, en su obra sobre la civilización capitalista, nos muestran cómo este sistema no puede reproducirse sólo a través de la dominación económica. La hegemonía del capitalismo mediante su mundialización ha sido posible gracias a la capacidad que ha tenido para convertirse también a escala planetaria en un modo de producción cultural generador de una antropología de masas y un sistema de valores afín a su modelo económico. Este tiempo de cruce de siglos se caracteriza por la consolidación de una civilización capitalista que puede seguir desplegándose si no surge y se refuerza una contracultura ciudadana alternativa.

El reinado del dinero y el individualismo posesivo son los rasgos que mejor caracterizan a esta civilización, que ha logrado implantar el materialismo económico en casi todas las esferas de la cultura socio-vital de las gentes. Los estudios empíricos existentes en el ámbito de la sociología de la cultura confirman cómo el individualismo posesivo marca la orientación vital de la mayor parte de los ciudadanos. Las principales aspiraciones vitales en Occidente son tres: cultivar redes afectivas primarias (familia, amigos), obtener ingresos para gozar de un alto nivel de consumo y confort y disponer de mayor tiempo libre para el ocio. En encuestas recientes sobre el uso del tiempo libre de los jóvenes españoles son dos las actividades que destacan, muy por encima de todas las demás: ver la televisión y tomar copas; sólo el 3% de los jóvenes declara que dedica una parte importante de su tiempo a actividades de transformación social y a impulsar las propuestas de los nuevos movimientos sociales. El posmaterialismo está todavía muy lejos de las aspiraciones vitales de la mayoría.

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La civilización capitalista crea una unión entre economía y cultura ciudadana y genera una escisión entre la mentalidad cultural dominante y la política. Los ideales de realización personal se imponen sobre los proyectos colectivos. De esta forma es imposible que el individuo se convierta en ciudadano y pueda responder a los desafíos que plantea la mundialización para el avance de las políticas de justicia internacional. La globalización de la información ha permitido construir por primera vez en la historia una sociedad mundial de cristal, en la que la barbarie de la injusticia internacional aparece en todo su esplendor: en los últimos cuarenta años, las desigualdades entre países ricos y países empobrecidos (80% de la población mundial) se han quintuplicado y los millones de personas que están por debajo de la línea de pobreza superan a toda la población del Norte. Los mil millones de desempleados en el Sur activan las migraciones internacionales y ninguna ley de extranjería represiva podrá detenerles. Sólo una contracultura de la solidaridad internacional podrá activar la presión ciudadana para impulsar políticas de redistribución internacional de la riqueza.

El crecimiento de la pobreza de masas y de las desigualdades internacionales manifiesta los efectos de la mundialización capitalista. Los inmigrantes que pueblan nuestras ciudades o aquellos que mueren en su intento de traspasar los nuevos muros de la vergüenza levantados en las fronteras europeas nos muestran que la mundialización capitalista no está construyendo un planeta habitable, sino bienestar y confort material para una minoría de bárbaros impasibles ante la injusticia internacional.

La creciente escisión entre mundialización económica, nacionalización de la política y localización de la identidad individual y colectiva es muy funcional para el proyecto de dominación imperante. La identidad supranacional en la configuración de la cultura de los individuos es muy reducida, y esto no favorece la expansión de un internacionalismo ciudadano. Un estudio sobre esta temática muestra cómo lo que acontece en América Latina,África y Asia no interesa ni afecta nada menos que al 57%, al 68% y al 76% de los españoles, respectivamente.

Conviene recordar que los intentos del Gobierno alemán por favorecer una integración amplia de los inmigrantes fueron castigados por las urnas.

Lo peor de esta cultura ciudadana de débil identidad supranacional es que jibariza la democracia, la va reduciendo igual que los jíbaros reducían los cráneos de sus enemigos. Este comportamiento ciudadano arrastra las decisiones de los políticos. Los que ayer luchaban por una más justa distribución de la riqueza en sus países y se oponían a la represión nazi, fascista o franquista, de quienes reivindicaban "pan, salarios justos y libertad", se convierten hoy en represores de los ciudadanos extracomunitarios que huyen de la miseria y plantean el desafío de la distribución universal de los bienes. Democracia hacia dentro, nazifascismo socio-económico hacia fuera; éste es el balance de fin de siglo con el que entramos en el nuevo milenio.

La contracultura ciudadana necesaria para un nuevo internacionalismo está hoy taponada por el imperio del individualismo posesivo. Éste es permanentemente realimentado por la industria cultural de masas, que está generando, especialmente a través de la televisión, lo que Vázquez Montalbán ha denominado una cultura propia de simios. Sartori, en su Homo videns, ya ha advertido sobre los estragos culturales de la producción televisiva dominante, y Enzensberger ha afirmado que estamos en sociedades de "analfabetos secundarios" por mucho que crezca la escolarización. Culturalmente, tenemos el "planeta de los simios" a las puertas. Si la manufactura del idiota colectivo prosigue a través de una sofisticada tecnología de alienación cultural, no sólo peligra la salud mental pública, sino la misma democracia, que requiere para su reproducción una cultura política de implicación ciudadana.

La construcción de un internacionalismo democrático radical debe ser el primer y principal objetivo para el siglo XXI. Para ello necesitamos nuevas formas de producción de cultura y de política. En primer lugar, se requiere generar identidades personales y colectivas en las que el cosmopolitismo internacionalista pese más que el localismo o el nacionalismo. Frente al choque de civilizaciones atisbado por Huntington, impulsemos el diálogo de civilizaciones sin miedo a las contaminaciones culturales. Nuestras identidades pueden ser mestizas y con ellos nos enriquecemos como personas que aspiramos, ante todo, a ser ciudadanos del mundo como patria colectiva. En segundo lugar, debemos activar la democracia expansiva frente a todo tipo de fortificaciones y atrincheramientos. El internacionalismo democrático radical tiene un componente político que nos exige presionar para acabar con todo tipo de dictaduras y tiranías; ahora bien, su dimensión económica es esencial. Ninguna democracia política puede desarrollarse si existe la dictadura de la pobreza y, por ello, es imprescindible fortalecer políticas internacionales de redistribución de la riqueza.

Necesitamos, pues, una cultura que produzca política, que convierta a los individuos en ciudadanos. Toda cultura es fruto de un proceso de socialización. Por este motivo sería muy importante crear, desde la sociedad civil y desde el Estado, un nuevo contrato cultural entre los agentes básicos de socialización: familias, centros de enseñanza y medios de comunicación social. Su finalidad sería consensuar unos mínimos compartidos de educación cívica para alcanzar cuatro objetivos: generar ideales colectivos altruistas, formar el hombre-mundo frente al hombre-patria, adiestrar en la práctica de virtudes públicas e insertar a las personas en asociaciones y movimientos de participación social. Frente a la cultura de simios, engendremos un Leonardo colectivo, un tipo de ciudadanos universalistas, preocupados y ocupados en la tarea de construir un planeta humanamente habitable. El gran desafío para el siglo XXI es la construcción de esta ciudadanía internacionalista, sólo así este tiempo podrá ser el escenario de un nuevo Renacimiento de masas. El reto, pues, es éste: cosmpolitismo solidario o barbarie.

Rafael Díaz-Salazar es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.

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