Tráfico de desaparecidos en Kosovo
Supuestos 'abogados' de la parte de Serbia engatusan a familiares de albanokosovares desaparecidos para cobrarles una liberación que nunca llega
Sólo hay una cosa peor que una muerte en la familia, y es una desaparición en la familia. No hay más que ponerse en el lugar de una joven madre cuyo marido le ha sido arrebatado por unos hombres armados y al que nunca ha vuelto a ver, o de un padre que no sabe si su adorado hijo ha muerto asesinado o está preso en una oscura mazmorra, para tener cierta idea de lo que es vivir un infierno.Y es peor aún si, a esta mezcla diabólica se le añade otro elemento: un grupo de hombres del bando enemigo que afirman que los desaparecidos están vivos, sin ofrecer ninguna prueba de ello; que aumentan la tortura mental de las familias, la oscilación entre esperanza y desesperación, cuando dicen que van a devolver a los desaparecidos a sus hogares a cambio de grandes sumas de dinero.
Las organizaciones de derechos humanos y los funcionarios de organismos presentes en Kosovo aseguran que ya se han intercambiado grandes sumas de dinero entre familias de desaparecidos albanokosovares y varios individuos, algunos de los cuales se hacen pasar por "abogados", del lado serbio de la frontera, que afirman tener acceso a sus familiares. Se dice que aún hay hasta 5.000 desaparecidos en Kosovo desde la retirada serbia en junio, un dato que genera pingües beneficios para quienes participan en este nuevo y macabro negocio, patentado en los Balcanes, del tráfico de fantasmas.
Ésta es una de esas historias, real en todos los aspectos excepto en los nombres de los involucrados, que se han alterado. El escenario es una pequeña ciudad de Kosovo en la que hay 68 desaparecidos desde finales de mayo. La heroína escogida para esta narración es una mujer cuyo sufrimiento tiene una profundidad sólo comparable a la pasión que siente por el padre de sus tres pequeños hijos.
La llamaremos Lara. Tiene treinta y pocos años. Refinada y atractiva, es una mujer musulmana de un país pobre y desesperado que, en otras circunstancias, podría parecer una elegante parisiense.
La vida era dura, como para todos los albanokosovares, bajo la maza de la ocupación serbia. Pero no era especialmente difícil para Lara y su clan familiar, que vivían todos juntos en la gran casa de su padre, un hombre acomodado. Lara, una madre moderna, maestra, era una figura respetada. Ni a ella ni a su familia les gustaban los serbios, pero la política quedaba en casa. La vida era dura, pero no insoportable.
Por ese motivo, cuando comenzaron los bombardeos de la OTAN, en marzo, Lara y su familia no hicieron lo que tantos de sus vecinos, unirse al éxodo de refugiados hacia Macedonia o Albania. Pensaron que la bestia salvaje del nacionalismo serbio podía volver su furia contra otros, pero que ellos iban a librarse. Y así parecía hasta dos meses después del inicio de la campaña, apenas dos semanas antes de la paz. Cuando la bestia se sintió humillada y derrotada y su elección de víctimas se hizo aún más indiscriminada.
Sentada en el salón de su casa, dentro de un amplio círculo, como acostumbran los musulmanes del lugar, Lara relata lo que ocurrió aquel día de mayo. Su padre y su madre, dos hermanas y su cuñada -otra joven con tres hijos de corta edad, cuyo marido también ha desaparecido- escuchan mientras habla. La madre contiene los sollozos con los ojos llenos de lágrimas. Ha perdido a dos hijos.
"Vinieron a las nueve de la mañana. Llevaban uniformes de camuflaje. No eran miembros de la policía regular. Nunca les habíamos visto. Mi padre y yo salimos a ver lo que ocurría cuando empezaron a derribar la puerta del garaje. Apuntaron con sus armas a mi padre y ordenaron a gritos que salieran todos los hombres. Mi marido y mi hermano se reunieron con mi padre y se los llevaron a punta de pistola hasta la carretera. Al resto nos dijeron que saliéramos. Cuatro mujeres y seis niños. Algunas estábamos calzadas, otras no. Golpearon a mi madre en la nuca. Nos ordenaron a todas, y también a los niños, que alzáramos las manos. Entraron a saquear la casa, con dos feroces perros policía. Nos insultaban a gritos. "Queríais la OTAN, ¿eh? ¿Queríais un Estado propio?".
"Luego nos dijeron a las mujeres que volviéramos a entrar en casa con los niños y apareció un hombre alto con una máscara. Mi marido estaba con él. El hombre de la máscara era del pueblo. Sabíamos quién era. Me pidió que le diera 500 marcos (42.000 pesetas). Yo tenía mis ahorros en un calcetín. Había 10.000 marcos. Le tuve que dar todo. No bastó para impedir que se llevaran a mi marido. Pero nos devolvieron a mi padre."
"La última imagen que tengo de mi marido y mi hermano fue que se los llevaban a punta de pistola por la carretera, hacia el puente".
Historias parecidas, pero más enriquecidas con detalles que a Lara le resulta demasiado doloroso referir, son las que cuentan otras diez o doce personas que viven en un camino de tierra situado a la vuelta de la esquina de la casa de Lara. Un trozo de carretera en el que los hombres armados fueron casa por casa en busca de hombres y, a veces, mujeres jóvenes. Un trozo de carretera cuyos habitantes habían creído imprudentemente, igual que la familia de Lara, que, al no tener ninguna relación con el Ejército de Liberación de Kosovo, les dejarían en paz.
En una casa más humilde que la de Lara, un hombre de unos 60 años (llamémosle Naim) cuenta que aquella mañana de mayo perdió a tres hermanos, un sobrino y un hijo. "Un chico muy especial. Muy brillante", afirma Naim, entre murmullos de aprobación de los familiares reunidos en círculo en su sala de estar. Entre las mujeres, viejas y jóvenes, y los cinco niños, está sentado en silencio un joven, Arsim, cuyo padre ha desaparecido. Él oyó llegar a los serbios y consiguió huir a tiempo. Lara también está presente. Ella también aprueba entre susurros. Conocía al hijo de Naim. Le había dado clase. Y sabía que era un joven muy especial.
"Los paramilitares, de la policía y el Ejército, supongo, unos desconocidos que llevaban una mezcla de uniformes, llegaron en camiones", explica Naim. "Con ellos había dos o tres hombres enmascarados. Pidieron marcos alemanes. Se llevaron nuestras joyas. Le arrancaron un pendiente a una niña. Los paramilitares tenían cuchillos largos. Había un jefe. Le llamaban Rocky. Él separó a los hombres y las mujeres. Se llevaron a varias mujeres jóvenes a una casa y les hicieron cosas. No puedo hablar de lo que les hicieron. Cuatro de ellas están desaparecidas. Los otros 64 son hombres."
Naim saca del bolsillo una lista impresa con los 68 nombres y el año de nacimiento de cada uno. El más viejo nació durante la II Guerra Mundial, en 1941; el más joven tenía 18 años.
"La última imagen que tenemos es de cuando les llevaban a una casa con las manos detrás de la cabeza y cuando les apuntaban en un patio, apoyados en un muro".
Lara se estremece. No quiere oír esta parte del relato.
"Un anciano de por aquí se acercó a la casa al día siguiente. Vio mucha sangre. Sangre, sangre por todas partes. Y zapatos, ropas, dientes postizos, dientes de verdad, documentos de identidad de algunos de los hombres desaparecidos. Trozos de orejas. También vio un reguero de sangre desde el interior de la casa hasta la carretera, donde otra persona dijo que había visto un camión estacionado. Algunos de nosotros fuimos a verlo más tarde con nuestros propios ojos. Había muchos agujeros de bala en las paredes. Y en todos los rincones de la casa, sangre. Da la impresión de que hubo una verdadera matanza. Otra persona, una mujer que vive un poco más abajo, dijo que había visto cómo arrojaban algo que parecían cuerpos al camión."
Sin embargo, esta gente sigue teniendo esperanzas. Quizá tuvieran menos si no fuera porque la gente del otro bando, en Serbia, les dice que los 68 desaparecidos siguen con vida. Que es sólo una pequeña cuestión de dinero y entonces cambiarán de manos y todos podrán ver de nuevo a sus familiares.
La familia de Lara, una de las más ricas del pueblo, es un objetivo especialmente apetitoso para estos buitres de la guerra. El dinero que les exigen para recuperar sanos y salvos a sus dos familiares desaparecidos es 52.000 marcos por cabeza (4,4 millones de pesetas). Pero todas las familias de los desaparecidos han recibido las mismas peticiones, todas han hablado con el mismo intermediario. Se trata de un hombre procedente de otro país balcánico que puede cruzar la frontera con menos peligro que un kosovar o un serbio. Un hombre cuyo nombre no quieren pronunciar y del que piden que no se identifique el país de origen. Este hombre vive en Serbia, pero ha ido a ver a todos a sus casas el último mes y les promete que sabe que todos están vivos en una cárcel secreta situada al otro lado.
Varias familias del pueblo de Lara han llegado a pagarle 1.000 marcos (85.000 pesetas), una fortuna para Kosovo, sólo con la promesa de que va a localizar a sus familiares.
Naim sospecha que el hombre es un impostor. Lara desea creer que no lo es. Es la última brizna de esperanza que tienen. Le odian, pero necesitan protegerle. Es el hombre del 10%. Explica que sus cómplices serbios, los que aseguran haber visto a los desaparecidos (porque él, personalmente, no los ha visto), le han prometido un 10% del trato.
"Mi padre tiene relaciones con serbios", dice Lara. "Se puso en comunicación con un abogado de Belgrado que le dijo que, aunque los 68 no están en la lista oficial que los serbios han dado a la Cruz Roja, están vivos y en una cárcel secreta. Después vino a vernos este hombre, nuestro único enlace físico. Nos ha dado los números de teléfono de sus contactos en Serbia. Hemos hablado con ellos varias veces. Nos han dicho que iban a darnos pruebas de que están vivos. El enlace dijo que nos traería una grabación con la voz de mi marido o de mi hermano."
La familia de Lara le pagó 500 marcos alemanes como adelanto. Estaban más esperanzados que nunca. Cuando el contacto balcánico regresó, esas esperanzas se derrumbaron y se vieron reforzadas las peores sospechas sobre su intención.
"No trajo la grabación que había prometido. Explicó que no había podido entrar en la prisión. Que había un problema con los guardias".
El hecho de que el enlace de los Balcanes no les suministrara las pruebas prometidas podría haber sido razón suficiente para que Lara y su familia dejaran de confiar en él y le considerasen un fraude. Pero, en su desesperación, desean creerle. Por eso le siguieron la corriente cuando propuso llevar a Lara y otras nueve mujeres del pueblo a Serbia, para que pudieran ver a sus desaparecidos con sus propios ojos. Por 500 marcos cada una. El viaje nunca se materializó, pero en su siguiente visita, hace diez días, el hombre dijo que iba a ayudar a organizar un intercambio entre el marido y el hermano de Lara y varios prisioneros serbios presuntamente retenidos en Kosovo. La fecha del intercambio iba a ser el martes de esta semana. Nunca se produjo.
Hace poco, Lara visitó la casa a la que, según dicen, llevaron a su marido. La casa de la sangre, que los serbios quemaron cuando terminaron sus actividades allí y cuyos propietarios, unos refugiados que han vuelto de Macedonia, están reconstruyendo.
"Tuvimos que romper el suelo de cemento", cuenta el dueño, "porque la sangre se había filtrado hasta adentro". Es una casa grande, de dos pisos. En la habitación de más tamaño, las paredes están llenas de agujeros de bala. Todavía pueden verse más de cincuenta. Cinco meses después de los hechos, una estufa situada en la cocina, o lo que queda de la estufa, sigue manchada de sangre de color rojo oscuro, una sangre que no han podido lavar.
"Cuando volvimos de Macedonia encontramos fragmentos de huesos en el suelo", dice el propietario, "y masa cerebral en las paredes. Trozos de cerebro. Y esta bañera estaba llena de sangre. Y aquí no hemos roto el cemento. Aquí, donde el cemento es más oscuro, se puede ver un reguero de sangre que iba desde la casa hasta la puerta, donde estaba el camión, por lo que dicen".
Lara, entre temblores, empieza a contar una historia que ha oído a un vecino, que los pistoleros serbios llevaron una vaca a la casa y la mataron allí dentro para comer. Empieza a contarla para aferrarse a una alternativa lógica, pero no la termina. Su voz se va apagando. Dice que necesita abandonar la casa, o lo que queda de ella. En ese momento Arsim, el joven que logró huir, el que tiene a su padre desaparecido, aparece en la entrada. Explica que tiene que decir algo que no puede contar delante de las mujeres. Entre los zapatos que se hallaron en la casa, en medio de la sangre y los dientes y los documentos de identidad, estaba el zapato de su padre. Señala un punto en el suelo, entre los escombros, donde lo encontró.
Y hay algo más, añade. Aquel día que vinieron los pistoleros, un vecino oyó disparos prolongados dentro de la casa.
"A pesar de todos los indicios, quiero creer que mi padre está vivo. Pero, cuando contemplo este sitio, pierdo la esperanza".
La fe de Lara flaquea de vez en cuando. Pero luego se recupera. No tiene más remedio, porque no puede afrontar las consecuencias de lo que sabe. Las consecuencias son ya bastante malas. El tormento diario para ella y su familia.
"Mi madre está a punto de derrumbarse por completo. No puede dormir. Tiene una chaqueta de mi hermano; se sienta sola, y la huele".
En cuanto a los niños, uno de ellos está obsesionado con una cosa. Su padre, cuando se marchó, tenía una de sus canicas preferidas en el bolsillo. "Mi hijo pregunta sin cesar: "¿Cuándo va a devolverme papá mi canica?".
Tal vez sea la responsabilidad materna de Lara la que le ha impedido emprender el descenso hacia la locura, como parece haberle ocurrido a su madre. "Todas las noches, antes de dormir, veo el rostro de mi marido, pálido, lívido", cuenta, con un gran esfuerzo para contener los sollozos. "Pero no puedo aceptar lo peor. Tengo que seguir creyendo a esos hombres que aseguran que mi marido está vivo. Es todo lo que tenemos. Nuestro único nexo. No tenemos nada más. Y por lo menos hacemos algo".
Esa necesidad de hacer algo es de lo que se aprovechan el hombre de los Balcanes y sus cómplices serbios. Mientras Lara siga creyéndoles, y siga pagándoles, puede seguir aferrada a la idea de que la pálida aparición que ve por las noches continúa con vida. Dejar de creerles, dejar de pagar, es rendirse a una verdad, una verdad probable que todavía no está dispuesta a afrontar. Y quizá no lo esté nunca.
Porque este relato no tiene un final feliz. Es un testimonio del infinito ingenio de la humanidad para infligir dolor, y no tiene fin. Los nombres se han alterado, pero la gente, sus circunstancias y el lugar en el que todo ocurrió son reales.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.