La ilusión del nuevo presidente JOSEP RAMONEDA
Joan Rigol ha podido cumplir una de sus ilusiones políticas: ser presidente del Parlament. Ha sido por la mínima, porque la coyuntura política lo ha querido así. Pero mucho se espera del talante conciliador de Rigol en una legislatura en que la importancia del papel arbitral del presidente crece extraordinariamente. Rigol no pudo ser presidente en las dos anteriores legislaturas porque Pujol desconfiaba de su ecumenismo y porque en el 95 la oposición robó la cartera a Convergència i Unió en una inesperada maniobra que la prepotencia nacionalista no supo cortar. Tampoco pudo Rigol ser presidente del Senado, dentro de los acuerdos de legislatura PP-CiU, por celos y recelos de Pujol. En toda su trayectoria política Rigol ha sido de una lealtad absoluta a Pujol a pesar de que pocos han recibido tantos desaires del presidente como él. Joan Rigol, cristiano y nacionalista por creencia y no por oportunismo, es así. El hecho de que, al final del camino, Pujol haya aceptado a Rigol como presidente del Parlament es todo un síntoma de que las cosas ya no son como eran, que Pujol sabe que le ha llegado la hora de empezar a claudicar.
La ilusión de Rigol por la presidencia del Parlamento catalán no es ningún capricho. Se entiende en la clave de lo que ha sido su principal aportación política: el pacto cultural. Nombrado consejero de Cultura después de las elecciones de 1984, Rigol quiso integrar un amplio abanico de sensibilidades ideológicas y culturales en un Consejo Asesor de Cultura e invitó a todas las instituciones a pactar un marco común para la política cultural. Era una propuesta perfectamente coherente con su idea del nacionalismo. Para Rigol lo nacional debe ser un marco de convivencia y de solidaridad, el nacionalismo debe servir para integrar y no para excluir. Con esta idea se alejó, por ejemplo, del nacionalismo lingüístico. En el consejo estaban escritores en lengua castellana como Jaime Gil de Biedma o Manuel Vázquez Montalbán.
La política del pacto cultural tenía los riesgos de todo lo que pretende roturar un territorio mental: definir un espacio de lo culturalmente correcto. Pero en cualquier caso este espacio era mucho más amplio que la lógica sectaria que triunfó al sucumbir su propuesta. Joan Rigol dimitió, por respeto a quienes habíamos depositado nuestra confianza en él, cuando el pacto fue boicoteado desde diversos ángulos y, en especial, desde su coalición. Pero la lógica de entendimiento que entonces quiso impulsar tiene pleno sentido en una institución como el Parlamento de Cataluña y en una coyuntura como la actual. El Parlament tiene una gran oportunidad de revitalizarse. Las luchas por el poder en un equilibrio de fuerzas tan igualado pueden ser feroces. Pero la institución debería ser capaz de plantear, más allá de la política cotidiana, los debates sobre los grandes problemas de un país que necesita renovar ideas y maneras. Rigol tiene la palabra.
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