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Tribuna:EL PROCESO DE PAZ
Tribuna
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Ser o no ser vasco

Plantear la cuestión de la identidad mirandoal pasado supone, según el autor, el cerrarse a la complejidad de la sociedad moderna.

Es como si el inconsciente colectivo añorara un paraíso perdido pero utópicamente recuperable en el que los árboles venían ellos mismos a las chimeneas a calentar a sus elegidos habitantes. Y todo era un inmenso fogón rodeado de un mundo de ayudas mutuas y fe en la mera palabra dada. Pero un mal día llegaría la fría sociedad del contrato, dado que uno ya no se fía de la gente, que se hizo multitud. Además, muchos vinieron de tierras extrañas por exigirlo así la industrialización. Entonces, los pueblos se convirtieron en ciudades, las urnas sustituyeron la democracia directa por la indirecta y la economía de mercado obligó a todos a abrirse a otros mundos.Pese a verse sembrados de chimeneas y oficinas, algunos pueblos lograron mantenerse más bien pequeños. Por eso, puede que hasta el empresario coincida a diario con el obrero en plazas, calles y tabernas, y todos sus habitantes llamarse por el nombre de pila, y sentir remotamente aquel paraíso de los antepasados como no del todo perdido, aunque sí amenazado de muerte. Me estoy refiriendo a pueblos o ciudades pequeñas pero asombrosamente industrializadas, porque lo corriente es que la industrialización vaya acompañada de urbanización. Son muchas en Guipúzcoa, resguardadas entre míticas montañas, como acurrucadas en el regazo de Andra Mari y recelosas de tribus extrañas.

Es razonable relacionar el problema vasco con este choque traumático entre antropología y sociología y, paralelamente, entre la mitología de costumbres y derechos históricos y la demografía. El peso de la inmigración de formas de vida y también de personas comporta irremisiblemente un fuerte impacto en esos pueblos y ciudades pequeñas, así como en buena parte de la vieja Euskal Herria, en general: en 1982 casi la mitad de sus habitantes cumplía la condición de "haber nacido fuera o de padres venidos de fuera". En consecuencia, la mitificada tribu de Aitor se plantea una vez más el problema de su identidad; por ejemplo lingüística. Así, ya el 10 de diciembre de 1514 las Juntas Generales de Guernica acordaron que los apoderados supieran en lo sucesivo leer y escribir en romance, al convertirse éste por decisión propia en su lengua oficial. Acordaron también que quienes no cumplieran tal requisito serían desposeídos de su condición de junteros.

Pese a la compleja realidad de los hechos, unos se preguntan trágicamente, desde la antropología y el mito, sobre su identidad en términos hamletianos. Buscan definiciones redondas, del tipo "ser o no ser vasco" y, tras unos escasos pero tremendamente pasionales esfuerzos, se responden que sólo cabe una forma auténtica de serlo, la que hunde sus raíces en tiempos antepasados. Sin embargo, desde la tozudez de la real sociedad, también de su Realpolitik, otros admiten un repertorio de modos diferentes de escenificar lo vasco en el tiempo y en el espacio: por ejemplo, el del maketo que dice ser vasco.

Cabe, pues, enjuiciar la lucha por la identidad como batalla de definiciones en cuyo campo compiten los dos frentes señalados. El primero tiene dificultades en admitir que nosotros somos también los otros, es de los que recelan y dijo "no" a otras naciones y a la misma Unión Europea, como han sostenido las encuestas cada vez que se le preguntó: así, a un 18,2% de los jóvenes vascos simpatizantes de HB le pareció "una cosa mala" ingresar en la Comunidad Europea, porcentaje muy superior a los de otras tendencias (Jóvenes Vascos 1990, estudio dirigido por Javier Elzo). El segundo reivindica formas diferentes y diversas, pero equiparables, de ser vasco, al igual que el bávaro o el renano son formas de alemán. Pero hay un tercer frente de batalla, que propiamente no es frente, como no lo hay un tercero en el campo bélico. No batalla pero juega con definiciones que son ambiguas por exigencias del juego. Así, cuando uno de los dos bandos muestra su fortaleza esa especie de frente envía algún destacamento para restarle el mérito de alguna conquista y llevarse su cuota de botín.

En resumen, la búsqueda de definiciones se hace conflictiva porque unas llegan a chocar, incluso violentamente, contra otras. Siempre está latente la violencia como fruto del desesperado intento de unos por implantar una definición soberana y de otros por sacar provecho de una calculada estrategia de indefinición. La verdad es que en una sociedad compleja todas las definiciones se complican especialmente, y reducir esa incertidumbre -o sea, definirse- puede resultar trágico, especialmente si al poder le interesa mantener dosis de tragedia. Pero nos consuela saber que la misma complejidad acabará por imponer cierta sensatez, reconocer que no caben definiciones redondas. A esto se puede llamar indefinición, algo normal pero no tan trágico como los dogmatismos o algunos simplemente interesados quisieran.

La complejidad no admite la simplicidad de un dogma sino el juego de opciones posibles en un marco poblado de grados de libertad y de arreglos posibles: un reloj puede definirse de muy diversas maneras según coloque sus componentes. Hasta cabe entonces la libre opción de la independencia, aunque como posible (entre otras), pero no como requerimiento de unas proclamadas esencias. La mentalidad etnicista-cerrada y hasta mesiánica, en cambio, es dogmática y determinista. No cabe interpretarla de otro modo, a causa de su emparentamiento con el nacionalismo romántico. Éste vio en el Estado-nación la necesaria y, por lo mismo, obligada -aun a sangre y fuego- encarnación del espíritu del pueblo en una organización política soberana. El pasado obliga.

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Pero la invocación de ese pasado no puede dar cuenta satisfactoria del presente (y del futuro), porque lo que sean Euskadi, España o Europa depende cada vez menos de una supuesta programación originaria o código genético, y más de la complejidad. Se trata menos del "ser" escolástico y más de una relación, la que en la cotidiana redefinición e interdefinición introduce la dialéctica de interdependencias de dentro y de fuera, del mañana y el ayer. Por las mismas razones, la incógnita sobre "el ser" de España se resuelve cada vez menos remontándose a un pasado que encaramándose a la atalaya del futuro.

Pero algunos cortaron la dialéctica de raíz y lanzaron violentamente su definición, la que no admitía ya vuelta de hoja, y se sintieron víctimas propiciatorias de los demás. Les declararon la guerra santa y se asociaron en un ejército de liberación, pues el asociacionismo y la cooperación son rasgos culturales importantes de esos pueblos y pequeñas ciudades. Luego ese ejército de ángeles exterminadores debió de comprender que la compleja realidad los convertía en pérfidos demonios a los ojos de muchos.

De momento, han dejado de exterminar, lo que es bueno en sí mismo. Lo es igualmente para clarificar de una vez por todas y sin miedo de dónde está cada cual, especialmente el tercer frente, el de la ambigüedad. Más tarde se sabrá si a menos terrorismo más nacionalismo o lo contrario, cuando se dé el libérrimo juego de definiciones.

José A. Garmendia es catedrático de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid.

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