Al este del último Edén
Un paseo por el límite oriental del único monte virgen madrileño, que durante siglos fue cazadero real
En el año 1569, decimocuarto del reinado de Felipe II, dos furtivos que habían sido sorprendidos cazando conejos en El Pardo y que osaron resistirse a la autoridad fueron condenados a muerte y multados con 2.000 ducados; sus mujeres fueron, asimismo, sancionadas con 4.000 maravedises y desterradas por dos años. El rey que firmó esta y otras sentencias parecidas era el mismo que mandaba desaguar de noche los estanques de El Pardo para poder pescar a capazos a la mañana siguiente; que se deleitaba viendo cómo los venados eran conducidos hacia una trampa de redes en el monte y despezados por la jauría real -"en un santiamén", escribió un asqueado embajador, "treinta ciervos o más eran masacrados"-, y que, estando ya medio paralizado por la artritis, aguardaba con sus familiares en un claro del bosque mientras sus 60 monteros le ojeaban la caza para despacharla con ballesta y arcabuz sin apearse de la carroza.Con estos recuerdos no pretendemos avivar la polémica sobre la dudosa moralidad de la caza, sino ilustrar el celo con que reyes y tiranos han defendido su coto de El Pardo a lo largo de los siglos: desde el XIV, en que Enrique III construyó el primer pabellón de caza, hasta el XX, en que Franco fijó su residencia y su punto de mira. El resultado de esta protección dictatorial es un monte de más de 15.000 hectáreas vedado al público, tapizado de encinares primigenios sobre los que vuelan las muy raras águilas imperiales, el buitre negro y la cigüeña negra. Eso, por no desglosar la lista completa de especies animales (189) y vegetales (112) que increíblemente viven a siete kilómetros en línea recta de la Puerta del Sol.
Nos gustaría poder decir que al monte de El Pardo le iría igual de bien si, en lugar de permanecer cerrado a cal y canto, estuviera abierto de par en par. Pero no sería decir verdad. Por las mismas calendas en que Felipe II andaba cazando furtivos y venados, les compró la Casa de Campo a los Vargas, y ahora ésta es cualquier cosa menos un monte virgen. El propio monte de El Pardo ofrece un evidente contraste con los pastaderos pelados de Colmenar, o con zonas urbanizadas como La Moraleja, Zarzaquemada y Puerta de Hierro, que antaño le pertenecieron, o con las 900 hectáreas que se extienden por las inmediaciones de la Quinta y la carretera de El Pardo a Fuencarral, arruinadas tras abrirse al público en 1978.
Porque merece la pena ver esta selva original aunque sea desde la barrera, hoy vamos a recorrer el perímetro exterior del bosque por el lado de naciente, bordeando su cerca desde la estación de cercanías de El Goloso hasta el pueblo de El Pardo. El itinerario no presenta mayor complicación que cruzar las vías del apeadero por el paso subterráneo y caminar un centenar de metros a campo traviesa hasta topar la valla que cierra el monte, para seguirla en lo sucesivo hacia la izquierda. Para más señas, marcas de pintura roja y blanca nos acompañarán durante buena parte del recorrido.
La primera hora, quizá la más gratificante, avanzaremos entre la cerca y la vía por una senda culebreante que enseguida pasa junto a la puerta y la casa de guardas de El Goloso. Vetustos alcornoques hermosean esta linde, mientras que intramuros se explaya un océano de encinas donde triscan 4.000 gamos, ramonean 3.600 ciervos, hozan 500 jabalíes y rondan infinidad de rapaces para sobresalto de 30.000 conejos. Raro será que no cacemos algo con la retina.
La segunda hora doblaremos a la derecha para seguir el muro de mampostería y ladrillo que mandó levantar Fernando VI en 1753, avistando ahora hacia la izquierda la cenicienta silueta de la capital. Y la tercera, y última, franquearemos la anciana cerca por la puerta del Tambor, la misma que atraviesa la carretera de El Pardo a Fuencarral, por cuyas márgenes pobladas de encinas centenarias bajaremos sin pérdida posible hasta el pueblo de El Pardo, cuyos palacios y jardines compiten en vano con el auténtico paraíso.
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