El juez en los infiernos
A. R. ALMODÓVAR
Con los tristes fervores de noviembre vuelven a circular los efluvios sevillanos de una leyenda tenaz y enigmática: Don Juan Tenorio. Manida, recreada y estudiada mil veces (Molière, Goldoni, Gluck, Mozart, Puschkin, Merimée, Dumas, Byron, Zorrilla, los Machado, Apollinaire, Tennessee Williams, Frisch) se diría que no queda resquicio alguno por donde entrar de nuevo en ella. Y sin embargo, lo que más importa, el sentido, permanece impenetrable. Al menos desde la literatura misma. Ocurre con todos los grandes mitos: Edipo, Medea, Fausto... Don Juan. Todos, por cierto, con antecedentes folclóricos inmemoriales -es ilusorio pensar que ningún autor culto haya podido inventar semejantes prodigios-. Por eso en todos es preciso rastrear las fuentes orales, si queremos iluminar algún significado verdadero. Los arquetipos latinos de los siglos XIV al XVI están más próximos a las versiones populares que circularon por toda Europa dando vida a este caballero libertino. Y registran un detalle de suma importancia, que desaparece en las versiones cultas: la calavera ultrajada por el fanfarrón, una noche de borracheras, pertenece a uno que fuera juez de mala vida y comportamiento nada ejemplar. El carácter lujurioso del ofensor apenas está insinuado, aunque debió desarrollarse en otras formas de la leyenda, hasta dotarlo de ese doble, inquietante perfil: burlador de difuntos y burlador de mujeres -dos rasgos que, en apariencia, nada tienen que ver entre sí, como no sea apelando al socorrido Freud de Eros y Tánatos, el amor y la muerte-. Interesan más a la mitología popular las relaciones de ultratumba, con el doble convite: primero la invitación a cenar del caballero al juez mal enterrado, y luego la de éste, una vez aparecido cual fantasma o estatua viviente, al caballero, en el mismo cementerio. Como suele ocurrir, la antropología, más que el psicoanálisis o las elucubraciones cultistas, aporta lo esencial para una interpretación correcta: no es por casualidad que la calavera del juez esté a flor de tierra -así tropieza el juerguista con ella, se enfurece y la desafía-, sino porque el difunto a quien corresponde, es decir, el juez de mala vida, no ha recibido de la comunidad una sepultura digna, en castigo a sus maldades, entre las que cabe suponer fácilmente sus prevaricaciones. La indignación popular contra quien debió dar ejemplo de ecuanimidad y justicia es lo que constituye la raíz del mito, y el miedo al orden social por él trastocado lo que explica la forma exagerada del libertino. Una lectura global sería: si no es posible la justicia, todo está permitido, incluso el ultraje a las mujeres honestas. Convertir al difunto en padre de la dama ofendida, ya es mero capricho literario. Y al sevillano don Juan de Mañara en prototipo de Don Juan Tenorio, hermosa frivolidad. Pero que Tirso y Baudelaire lo mandaran directamente a los Infiernos, un acierto.
La moraleja no puede ser más clara: en el orden social, lo que más ha repugnado siempre al pueblo es que los jueces no sean justos. No lo tuvo en cuenta Gómez de Liaño. Tampoco quienes de un modo u otro lo protegen o disculpan: Fungairiño, Cardenal, Anguita... Pues sepan que podrá la gente perdonar otras cosas. Ésa no.
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