El asunto Pinochet: una modesta proposición
En estas últimas semanas, la prensa más atenta al costumbrismo social ha difundido la noticia de una interesante subasta pública que ha tenido lugar en Estados Unidos, en la cual han sido puestos a la venta, por miles (o millones) de dólares, objetos personales pertenecientes a artistas americanos de los años sesenta, hoy ya arqueología de lo que Roland Barthes llamó en aquellos mismos años "nuevos mitos, nuevos ritos". Junto a todo aquello que contribuyó a la celebridad de Estados Unidos "en clave positiva", difundiendo por todo el mundo una imagen tierna y seductora del país (por ejemplo, el vestido de perlas que una espléndida Marilyn lució en una fiesta de cumpleaños de J. F. Kennedy, o el uniforme militar de Elvis Presley), se encuentran también objetos pertenecientes a quienes lo hicieron célebre "en clave negativa", como los escritores de la llamada beat generation, que escarnecieron su alma fundada en el dólar o se mofaron de una democracia que, a juzgar por sus obras, producía más que nada, tras el rostro bonachón de George Washington, napalm fuera de casa y slums y desesperación dentro de ella.Fueron años no menos feroces que los actuales, hay que apresurarse a decirlo. En la pantalla de nuestra memoria dominan, en lo que se refiere a los Estados Unidos de entonces, los rostros de Johnson, de Nixon y de Kissinger, mientras que la película, vagando aquí y allá por el resto del mundo, captura otras imágenes. En África, por ejemplo, la expresión atónita de un joven intelectual de nombre Lumumba mientras recibe los feroces golpes de los esbirros de Tchombé; en Asia, una niña desnuda y abrasada que, ante un fondo de humos apocalípticos, huye aterrorizada por una carretera de Vietnam hacia un objetivo fotográfico; en Europa, los pobres cuerpos destrozados por una maleta repleta de explosivos colocada en la Banca della Agricoltura de Milán por terroristas fascistas a las órdenes de oscuros personajes aún hoy no identificados; en Suramérica, el palacio de la Moneda de Santiago de Chile, donde un legítimo presidente de la República, que había decidido devolver al Estado chileno los teléfonos de su país, pertenecientes a una compañía estadounidense, fue bombardeado por los aviones de un militar traidor, el general Augusto Pinochet. Que más tarde, con la coherencia de quien se sabe traidor a la propia Constitución, demostró toda su gratitud hacia quienes le habían ayudado en su empresa fusilando a un número indeterminado de personas y torturando a otro número igualmente indeterminado de ellas en los estadios de Chile. En aquellos estadios, obviamente, no había árbitro, y el general Pinochet, disputando el partido sin renunciar al juego duro, venció de forma inapelable. Como diría un periódico deportivo, "aniquiló al adversario", el cual, entre otras cosas, creía estúpidamente en el reglamento deportivo de la historia.
Precisamente en el mismo año de la bomba en el banco de Milán (1969), que marcó el inicio de una de las épocas más turbias de la historia europea más reciente, moría en EE UU el escritor Jack Kerouac, que pocos años antes, a bordo de uno de esos cetáceos de cuatro ruedas fabricados por la industria automovilística estadounidense de entonces, se daba a la fuga (abrasado también a su manera, como la niña del Vietnam, aunque sólo en el alma) por las inmensas carreteras de América. Y mientras tanto escribía su On the road, la más oscura y desesperada novela que la literatura americana ha producido después de Melville. Porque, pobre de él, no se había dado cuenta de que, al contrario del capitán Achab, no se encontraba sobre el puente de un barco ballenero, sino en el vientre de la ballena blanca. Y de que las carreteras de América, por muy inmensas que sean, acaban en el Atlántico, por un lado, y en el Pacífico, por el otro. Y cuando se llega hasta allí, no queda otro remedio que detenerse. Su compañero de intenciones y de poesía, Allen Ginsberg, cuyo Aullido (el lamento de un esclavo negro, de un pederasta, de un comunista y de un toxicodependiente -"algo repugnante de verdad", confesaba Ginsberg a sus amigos con su apacible sonrisa) recitaba su disgusto por la cárcel más grande del mundo. "América", decía en una poesía titulada América, "te lo he dado todo y ahora ya no soy nada. / ... / América, ¿cuándo terminaremos con la guerra humana? / América, que te den por culo con tu bomba atómica./ .../ América, tus bibliotecas están llenas de lágrimas. / ... / América, todos los días alguien va a juicio por asesinato. / ... / América, ¿dejarás que tu vida emotiva sea guiada por la revista Time?/ .../ América, Rusia quiere comernos vivos. Quiere arrebatarnos los automóviles de nuestros garajes./ Quiere apoderarse de Chicago. Le hace falta un Reader"s Digest rojo. Quiere nuestras fábricas de automóviles en Siberia. Y que su oronda burocracia dirija nuestras estaciones de servicio./ América...".
Aquellos norteamericanos que de verdad amaban Estados Unidos, y que nutrían la más alta estima por su jefe y por la silla eléctrica, consideraron ofensivo a Ginsberg: era impensable que aquel grito de repugnancia fuera en realidad el grito de amor estrangulado de un niño violado por su buen padre. Pero hoy EE UU, con la generosidad y, sobre todo, con la equidad de una gran democracia, compra en una subasta las dos partes de sí mismo: la que, como Marilyn, le encantó con unas gotas de Chanel y la que le escupió encima con horror. Y así, de ese modo, nos enseña que en la historia todo se puede comprar, como bien sabía ese millonario americano de los años treinta que, según se cuenta, llamó un día a la puerta de la buhardilla parisién de Henry Miller, fugitivo de EE UU, para proponerle un negocio. A Miller, la propuesta no le hizo ninguna gracia, y despidió a su visitante escupiendo en el suelo. "Su escupitajo me gusta", dijo el millonario mientras se alejaba, "me lo compro".
Como iba diciendo, en esa imponente subasta de Nueva York, que tanta expectación ha despertado entre la prensa, han sido puestas a la venta a precios altísimos, junto a las perlas de la dulce Marilyn, los escupitajos que lo mejor de la inteligencia americana reservó en aquellos años a EE UU: un cuaderno de Allen Ginsberg, un dibujo delirante y desesperado de un artista suicidado, algunas hojitas con trazos simbólicos ("mapas" que nos hablan de esquizofrenia, de heroína y de sida), unas gafas de sol de Kerouac (?) o el parachoques de un Chrysler con el que aquellos vagabundos de sí mismos creyeron ilusamente poder evadirse de las inmensas llanuras en las que estaban encerrados. EE UU se compra a sí mismo, y con ello se alimenta y se recicla. Ésa es la Ley del Mercado, nos dice EE UU, y él mismo pertenece ontológicamente al Mercado, al igual que la ley de la gravedad pertenece
ontológicamente al planeta Tierra, por mucho que les pese a todas las utopías y a todas las revueltas, que, como vemos, pueden adquirirse, a fin de cuentas, tranquilamente en el mercado. Y quien no esté de acuerdo con la ley de la gravedad, que se marche a vivir a la Luna.* * *
Las vicisitudes judiciales del general Augusto Pinochet están apasionando al mundo, al llamado mundo civil y al que no lo es tanto, que acaso sólo se diferencien por esta nuance. Que Pinochet sea el responsable de la masacre de cientos o miles de personas es algo de lo que no cabe la menor duda, pues contamos con testimonios indiscutibles. Que haya torturado a otras tantas (los libros de contabilidad suelen pecar en estos casos de imperfección, y tal vez incluso de pleonasmo) es igualmente indiscutible. Y eso no puede negarlo nadie, ni siquiera aquellos que se manifiestan a su favor, personas tal vez honestas que sostienen que si lo hizo fue por una buena causa. Y por una buena causa, ya se sabe, pueden llegar a hacerse un montón de cosas, como sostienen ciertos historiadores, defensores de todo mal menor que haya evitado un mal mayor.
Al contrario de estos historiadores de lo que no sucede, el derecho internacional, que con gran fatiga se va delineando para el próximo milenio, prefiere juzgar lo que realmente ha sucedido, incluso de un país a otro, según ciertos principios de una Carta de la Humanidad promulgada por la ONU. Y si alguien, por poner un ejemplo, ordena que se corte la cabeza a algunos millares de personas, o bien hace que sean violadas, o que sean desolladas vivas, será llevado ante un tribunal, incluso si lo ha hecho por una buena causa. Ahora bien, en el caso del general Pinochet, el problema de su juicio ante un tribunal, en opinión de las conciencias más sensibles (entre las que se cuentan sus partidarios y sus abogados), reside sobre todo en el cuerpo físico del propio general Pinochet, formado, al igual que los cuerpos de todos los comunes mortales, por órganos como el hígado, el bazo, los riñones, la próstata, el sistema cardiovascular, etcétera. Es posible que tales órganos no resistan la extradición a España, sostienen quienes se preocupan por su salud, puesto que, ya desgastados por los años, podrían estropearse definitivamente durante el transporte, y la vejez merece un cierto respeto. Los defensores de tales tesis desconocen probablemente una afirmación de Kant según la cual un anciano merece respeto si durante su vida no se ha manchado de acciones nefandas, pero, en fin, están en su derecho. Sea como fuere, no cabe duda alguna de que la persona física del general Pinochet representa un problema para las personas más sensibles, en virtud de "on compassionate grounds", como reza la fórmula con la que el Gobierno chileno se ha dirigido al Ministerio británico de Asuntos Exteriores. Delicado problema: ¿qué hacer con este conglomerado de ancianas células humanas?
La reciente subasta estadounidense que hemos mencionado puede proporcionarnos una útil sugerencia, que por lo demás estaría plenamente conforme con las actuales leyes del mercado, que, como sabemos, es absolutamente libre. Visto que los estadounidenses llegan a pagar millones de dólares por las antiguallas de nuestro pasado reciente, ¿y si dejáramos que el general Pinochet fuera subastado en EE UU? Por lo pronto, podríamos estar seguros de que cualquier gran compañía comercial norteamericana (quizá con el apoyo de la Organización Mundial del Comercio, de la que todos esperamos iniciativas económicas realmente valientes), tras valorar adecuadamente su cuerpo, se encargaría de organizar un impecable transporte aéreo, y naturalmente lo aseguraría por su precio real, como ya se ha hecho con algunas raras piezas artísticas europeas, como La Piedad de Miguel Ángel cuando fue expuesta en Estados Unidos. Y con ello se tranquilizaría a todos aquellos que saben cuál es el valor histórico que representa: el cuerpo de Pinochet, en caso de siniestro, no se perdería gratuitamente en la tierra, sino que se convertiría en útil dinero que volvería a entrar en circulación en los mercados financieros para el bien de la comunidad. Además, puesto que en el fondo ya ha recibido la condena moral del llamado mundo civil, se le ahorraría el eventual castigo de un tribunal español y podría pasar el tiempo que le quede en un magnífico ranch, junto a otras preciosas piezas de coleccionista, sentado cómodamente en un sillón. Europa, naturalmente, debería cederlo gratuitamente, con el objeto de que nadie pueda acusarnos de especuladores. Pero con una condición: que Estados Unidos no se lo entregue a Chile. Que Pinochet permanezca allí, en buenas manos, hasta que la hermana Muerte decida llevárselo consigo.
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