Agujero negro caucásico
POR SI Chechenia no fuera recordatorio suficiente, los sangrientos acontecimientos de ayer en Armenia, con el asesinato a tiros del primer ministro y el presidente del Parlamento, muestran hasta qué punto los efectos de la voladura de la Unión Soviética siguen manifestándose y continuarán haciéndolo durante años. Se trate de un intento de golpe de Estado, como anuncian los atacantes del Parlamento de Eriván, o de un aislado ataque terrorista, como pretendía anoche el Gobierno armenio, la desestabilización de las piezas continúa inexorable en una región donde las tradiciones políticas han pasado del absolutismo medieval de reyes y kanes al de la desaparecida URSS.Armenia, menos de cuatro millones de habitantes y una composición étnica casi homegénea, había conseguido hasta ahora mantenerse fuera de la crónica negra que coloca a sus vecinos en los titulares de los medios de comunicación: sea un nuevo intento de asesinato presidencial (caso georgiano), de una elección falseada que mantiene a un autócrata en el poder (Alíyev, en Azerbaiyán) o de una nueva intervención militar rusa para sofocar las veleidades secesionistas daguestaníes.
La caótica región del Cáucaso y por extensión el Asia central, la margen oriental del Caspio, es un nido de conflictos contenidos, pero no resueltos. Socavada por rivalidades étnicas y religiosas, la brusca desaparición de setenta años de dominio soviético ha plantado una bomba de tiempo que la promesa de dinero abundante, proveniente del petróleo y el gas, no ha hecho más que comenzar a sacar a la luz. A pesar de la retórica occidental y los millones gastados por las potencias occidentales intentando promover la democracia en la región, las dictaduras y el descontrol se extienden en los antiguos Estados soviéticos. Cinco de los ocho de la zona -Azerbaiyán, Georgia, Turkmenistán, Uzbekistán y Kazajistán- están dirigidos con mejores o peores credenciales por antiguos jefes de la era soviética.
Las primeras cábalas apuntan a que la carnicería de Eriván -horas después de que abandonara el país el subsecretario estadounidense Strobe Talbott- pueda tener que ver con las avanzadas negociaciones entre Armenia y su vecino Azerbaiyán para resolver el largo contencioso sobre el Alto Karabaj, un territorio azerbaiyaní poblado básicamente por armenios de origen. Como otras muchas zonas en la región, la disputa por este enclave, en el que ejerció como halcón el presidente armenio Kocharian, tiene mucho que ver con las reservas de petróleo y gas en el Caspio y sus orillas.
Pero sea éste u otro el motivo, el indicador más preocupante de lo sucedido en Eriván es la extensión de un factor de inestabilidad que recorre el Cáucaso de norte a sur. Y que siembra de presagios sombríos un territorio sometido a enormes fuerzas centrífugas, cuya suerte depende en última instancia de la buena voluntad de vecinos poderosos, como Irán o Turquía. En Chechenia, Daguestán o Armenia, el detonante es el mismo. Moscú había dominado y administrado férreamente unos territorios que ahora, arruinado y políticamente en un tobogán, ya no puede subsidiar o manejar. Ni solucionar sus problemas o proteger a sus amigos políticos, como sucedió ayer en el caso de los gobernantes de Armenia.
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