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El ángel donante

Toda persona importa menos que lo más hermoso que haya hecho, decía Paul Valéry, y esa frase bella y terrible resume el valor y la generosidad de los donantes, ensancha aún más el mérito de esas personas que dan sus órganos o los de sus hijos para salvar las vidas de otros y, de alguna forma, consiguen vencer a la muerte, robarle algunos fragmentos para transformarla justo en lo contrario de lo que es: una esperanza, una cura, el principio de una vida nueva. ¿Qué pensará, dentro de mucho tiempo, cuando ya sea un hombre igual a cualquier otro, sano y quizá feliz, contradictorio y simple lo mismo que todos, ese niño de casi tres años al que acaban de trasplantarle un intestino en el hopital de La Paz? ¿Pensará a menudo en el otro niño, en el niño muerto el día antes de su operación? ¿Pensará en cómo habría sido, qué clase de existencia hubiera llevado de no perecer a los trece meses? Puede que crea que ese niño tampoco desapareció del todo, que el hecho de llevar dentro un órgano suyo hace que él sea un poco ambos, que sea a la vez el que sobrevivió y el que no. O puede que prefiera olvidarlo, que piense que ya es bastante difícil ser uno sólo como para intentar ser dos y se niegue a pensar en lo que ahora, veinticinco o treinta años antes, le ha sucedido. En realidad, nada de eso tiene demasiada importancia porque, en el fondo, él es sólo un personaje secundario de la historia. Un personaje importante, pero secundario.Los verdaderos héroes de esta aventura inverosímil son héroes anónimos y, por lo tanto, no sabemos nada de ellos; no nos han dado sus nombres, no han salido en los informativos ni en las fotografías de los periódicos; seguramente resultará imposible reconocerlos por la calle porque deben de ir disfrazados de gente normal, deben de tener un trabajo y una casa, entrar o salir de las tiendas y los cines igual que si fueran una mujer y un hombre corrientes. Sin embargo, no lo son. No son nada de eso, sino un par de individuos capaces de saltar por encima de su propio dolor y de sobreponerse a una serie de tabúes y supersticiones para otorgarle a un desconocido la facultad de existir, el derecho a tener su Cielo y su Infierno, sus días de gloria y su Paraíso Perdido. ¿Qué importa quiénes o cómo sean esa mujer y ese hombre? Valéry tenía razón: lo único que importa es lo que han hecho.

Seguramente es mucho más eficaz ocuparnos del resto de nosotros, de todos los que aún no sabemos si seríamos capaces de actuar igual que ellos. ¿Lo seríamos? En los hospitales, los enfermos se mueren esperando un órgano que muchas veces no llega, probablemente porque quienes podrían dárselo tienen miedo, un miedo irracional y extraño... ¿a qué? ¿Es un problema moral, religioso? Hace más de veinte años, mi padre descubrió que tenía una diabetes terrible, tan aguda que, primero, se quedó ciego y, más tarde, fue necesario amputarle una pierna. Mientras esperaba en las cercanías del quirófano, se me acercó un médico, o quizá un empleado de la clínica en donde lo estaban interviniendo, y me preguntó qué pensaba hacer con la pierna, si debían quemarla o me la iba a llevar. Me quedé helado, no muy seguro de haber oído bien lo que aquel tipo me decía. Pero me lo aclaró muy pronto: algunos católicos consideran que el trozo cortado es una parte del paciente y, en consecuencia, lo entierran en un cementerio, en la tumba o el panteón familiar donde la mano o el pie separados del cuerpo esperarán pacientemente la llegada del resto del cadáver.

Lo contrario de todo eso son los héroes anónimos de nuestra historia. Si yo fuese el niño al que han salvado, dentro de un tiempo pensaría en el otro niño, pensaría en él como en el Ángel Donante, igual que si fuera uno de los protagonistas de Sobre los ángeles, aquel libro maravilloso de Rafael Alberti protagonizado por el Ángel de los Números, los Ángeles Bélicos, el Ángel Mentiroso, el Ángel Desengañado, el Ángel Avaro, el Ángel de Arena, el Ángel del Carbón... Pensaría en él y lo confundiría con el Ángel Bueno de Alberti: "Vino el que yo quería,/ el que yo llamaba./ No aquel que barre cielos sin defensas,/ luceros sin cabañas,/ lunas sin patria, nieves./ Nieves de esas caídas de una mano,/ un nombre,/ un sueño,/ una frente./ No aquel que a sus cabellos/ ató la muerte./ El que yo quería./ Sin arañar los aires,/ sin herir hojas ni mover cristales./ Aquel que a sus cabellos/ ató la muerte./ Para, sin lastimarme,/ cavar una ribera de luz dulce en mi pecho/ y hacerme el alma navegable". Sí, eso es lo que yo pensaría.

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