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Vinieron las lluvias MIQUEL BARCELÓ

La noche fue, de golpe, de truenos y relámpagos. De golpe, las ráfagas, a veces oblicuas, de lluvia contra cristales, puertas y techos pedían entrar con persistente malicia, casi humana. En otros tiempos debían de aullar aquí los lobos como ahora en sitios muy remotos, desafectos. Fue en una noche así, de 1549, rebosante de agua destructora, cuando aquel florentino Cellini, también orfebre y mamporrero, logró tan bellamente fundir el Perseo y la atroz cabeza de Medusa. Y debió ser en noche como ésta cuando Dios con una colosal descarga eléctrica hizo que empezara todo. ¡Qué irremplazable y potente la imagen del barro originario! Fueron, todos éstos, claro, pensamientos de después. Los inquilinos del lugar estábamos ocupados negándole entrada a la lluvia y en distraer, esforzados, los temores nocturnos contraídos en infancias que no fueron urbanas.Pero en Barcelona, sede capital, en la noche del 17 de octubre, se producía con dificultades una materia de estructura vacilante, tumefacta, y que no podía ser discernida de su narración. Es decir, lo que ocurría y decir que ocurría eran inseparables. Lo uno y lo otro se implicaban de tal manera que eran recíproca condición. Aunque espectáculo, y los intervinientes se comportaran como si en uno estuvieran, no fue nunca sólo tramoya. Aunque ellos lo proclamaran, a fin de cuentas, ni ganó el señor Jordi Pujol ni tampoco el señor Pasqual Maragall. Tampoco perdió ninguno. Y, por supuesto, no empataron. Si, en cambio, el señorJordi Pujol hubiera tenido un mayor número de votos -aquel punto impreciso entre lo que se suele llamar mayoría absoluta y suficiente- habría, sin duda, ganado y, principalmente, todo el proceso se habría sólo percibido como un resultado, uno entre otros posibles, electoral. Y a otra cosa.

Lo ajustado del resultado ha hecho surgir, en quizás indeseado rebrote, la cuestión de la autoridad política o, en un término más presuntuoso, de la soberanía. Es sencillo de exponer. No hay, en Cataluña, autoridad que pueda ser claramente diferenciada de la del Estado español. Cierto, los contornos del ejercicio del poder de la Generalitat, desde 1980, han sido y son borrosos, aunque cada vez más nítidos. Pero es mentira que como ejercicio, como orden político, tenga precedentes. No hay, que se sepa, un antes de lo cual la Generalitat sea una restauración. Ni los condes milenarios ni los efímeros presidentes de la Generalitat republicana son antecedentes conexos de lo actual. La presidencia del señor Jordi Pujol está inextricablemente enroscada a la formación y al mantenimiento de esta autoridad inusitada, de algún modo excrecencia del Estado español. Ello, en mi opinión, puede significar dos cosas. Una, la incomodidad, temor incluso, de los votantes ante la posibilidad de elegir lo desconocido, puesto que nadie -y es la otra cosa- sabe cómo podría ser realmente la Generalitat gobernada por una representación política que no fuera, en la expresión conventual y amenazante, de obediencia catalana. Nadie. Nadie cuenta con la experiencia de cómo sería esto.

Lo que ocurrió, pues, aquella noche no fue, en rigor, una elección al Parlamento más como las cinco anteriores. Dada la complejidad, extensión y capacidad de replicarse del poder político moderno, la creación y el desarrollo profuso de la Generalitat y de la coalición de partidos, y la personalidad del perenne presidente, el

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