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Tribuna:AULA LIBRE
Tribuna
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La imaginación al poder

ALBERT FOLCH I FOLCH

A nadie se le escapa que España lleva un retraso científico considerable respecto a la mayoría de países desarrollados. La pobre presencia de centros de investigación españoles en las publicaciones más prestigiosas del mundo y la casi inexistente transferencia de capital tecnológico y humano entre la Universidad y la empresa son los síntomas más visibles de este retraso. Por si fuera poco, la Administración destina reducidos fondos a la investigación científica en comparación con otros países, no actúa con mano dura frente a los frecuentes escándalos de amiguismo que manchan de manera endémica el proceso de selección de candidatos a personal investigador y duda en rechazar una bochornosa idoneización en masa del profesorado con contrato temporal. El anacrónico organigrama jerárquico de los centros de investigación -esencialmente una falsa pirámide cuyo vértice más elevado, el rector, tiene poco o nulo poder sobre una base funcionarial con gran peso electoral interno- no ayuda para nada. Todos estos problemas y sus posibles soluciones ya han sido debatidos hasta la saciedad por un amplio espectro de profesionales de ámbitos universitarios, políticos y periodísticos. Pero hay otro problema muy grave que no ha visto tanto la luz pública: el panorama con que se enfrenta un joven investigador en España después de haber ganado -supondremos aquí que con toda justicia- su plaza correspondiente.Permítanme que les cuente primero cómo se asignan las plazas fuera de España. Tomo el ejemplo de Estados Unidos porque es el país que genera, con mucho, la mayor proporción de hallazgos científicos en casi todos los campos de la ciencia. En Estados Unidos, a un profesor recién contratado se le asignan unos ciertos recursos con el objetivo explícito de que funde un nuevo grupo. Es decir, se le contrata para que construya una unidad con identidad intelectual propia y a la vez jerárquicamente equiparable a las otras unidades o grupos de investigación ya asentados en la misma universidad. Con ello, se pretende algo simplísimo: que se distancie de las líneas de investigación preestablecidas. La consigna es sagrada: un departamento jamás contratará a un joven investigador que proponga unirse a la línea de investigación de otro grupo presente en la misma universidad. (Es más: con frecuencia se le exige que justifique en qué se distinguirá su carrera científica de la del grupo... de la universidad de que proviene). El resultado de esta estrategia de contratación es que, necesariamente, el nuevo profesor siempre asume el riesgo de la innovación frente a la continuación. Es una apuesta contra el dogma a favor de la inventiva. Ya lo dijo Einstein: "La imaginación es más importante que el conocimiento". Contrariamente a lo que se predica desde los medios oficiales de España, la ventaja abismal de las universidades americanas sobre las españolas consiste no únicamente en que son más ricas, sino principalmente en que son más pioneras en abrir nuevos campos científicos: la imaginación no se compra.

En España, la situación no sólo es diferente, sino que es prácticamente la inversa. Cuando un investigador gana una plaza, en general se incorpora a un grupo (liderado, generalmente, por un catedrático) para reforzar su línea investigadora. El problema es sutil porque la consigna no es explícita. Aunque, en principio, se le ha contratado por el mérito de sus trabajos novedosos, debe (en la práctica) unirse al grupo -es decir, aceptar su interferencia intelectual- y pedir subvención para sus proyectos en colaboración con sus compañeros. Esta práctica no oficial ("no oficial" porque el investigador puede, por ley, pensar y pedir proyectos en solitario), que afortunadamente tiene admirables excepciones, ha degenerado en una cultura del continuismo en la que tienen preferencia las viejas líneas de investigación establecidas por el catedrático por encima de las nuevas ideas del joven investigador. Acorde con la visión moderna de la ciencia donde el progreso se mide por su velocidad, frenar a un joven talento es condenarlo a la mediocridad.

Este mal es, sin duda, un pobrísimo aliciente para que jóvenes investigadores en el extranjero (españoles o no) vengan a España a desarrollar sus ideas. Es sintomático que las convocatorias a plazas españolas no se anuncien en las revistas científicas de mayor difusión, pero las plazas francesas, americanas y alemanas, sí. Desde el punto de vista de la comunidad científica internacional, la ciencia española se zafará de su presente reputación no sólo cuando los investigadores españoles puedan volver del extranjero en condiciones equitativas, sino también (y más importante todavía) cuando jóvenes científicos de todo el mundo quieran venir a España a explorar nuevos campos de investigación. Se da la triste circunstancia de que todos los jóvenes científicos españoles que conozco afincados en el extranjero anhelan volver a su país, pero un número cada vez más numeroso rehúsa, con auténtico dolor, volver para lo que sería el suicidio seguro de sus ideas. El no darse cuenta de que la mejor apuesta de futuro para un departamento pasa por facilitar la independencia (presupuestaria e, insisto, intelectual) de los jóvenes es, a las postrimerías de un siglo marcado por los avances científicos y tecnológicos, inexcusable.

Hay indicios de que se está gestando un cambio. Tres grandes expertos mundiales en investigación del cáncer, Mariano Barbacid, Eugenio Santos y Miguel Beato, han vuelto de sus prestigiosísimas cátedras en el extranjero para dirigir nuevos grupos de investigación en Madrid, Salamanca y Barcelona, respectivamente. Son sólo ejemplos, pero no me cabe la menor duda de que se rodearán de jóvenes de inmenso talento y de que respetarán su independencia investigadora tanto como la de sus colegas de mayor antigüedad. No será nada extraordinario: en su cultura científica la excelencia es la norma y la mediocridad, intolerable. Hasta hace poco, la mayoría decía que un cambio cultural de esta magnitud era imposible. Lo imposible es viajar más rápido que la luz o que un motor funcione sin consumir energía. Muchos interesados aducen ahora que tal cambio será difícil y requerirá mucha paciencia. Son sólo excusas para frenar el cambio: lo único difícil es, en España como en el resto del mundo, desentrañar los misterios del cosmos, la vida y la mente.

Albert Folch i Folch pertenece al Center for Engineering in Medicine, Universidad de Harvard.

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