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Reportaje:PLAZA MENOR - PUENTE DE LOS FRANCESES

Paisaje después de la batalla

Símbolo de la resistencia antifascista, puente fronterizo entre las dos Españas, el puente de los Franceses pasó las de Caín antes de que las tropas cainitas del general Franco pasaran bajo sus ojos ferroviarios, que apenas lloraron no por falta de sentimiento, sino de caudal, el mal endémico del aprendiz de río y duque de los arroyos, como, respectivamente, le apodaron Quevedo y Góngora.El puente del ferrocarril, que se abre hoy a un congestionado y moderno, valga lo uno por lo otro, nudo viario, conserva en esta tarde otoñal y desapacible un cierto aire espectral de escenario bélico, con sus desconchones y sus grietas. La pertinaz sequía, contra la que luchara el caudillo hidrofóbico construyendo pantagruélicos pantanos de vientres insaciables, sigue haciendo de las suyas con el desmedrado Manzanares, que muestra las inmundicias de su lecho, lodos, cascotes y arrumbados bloques de piedra.

Uno de los albergues flotantes habilitados para los huéspedes palmípedos del Manzanares, "los patos de Tierno", está varado patas arriba en una orilla, y sus inquilinos, desahuciados, picotean melancólicos entre los hilillos de agua, improvisadas y embarradas marismas, en procura de su precario sustento.

No son los únicos pobladores del enclave; junto a uno de los pilares del puente, en un reducido y descuidado parterre, dormita sobre un banco un ciudadano que, a juzgar por los pertrechos que le rodean, ha situado su residencia estival y otoñal en esta parcela asilvestrada de mustios setos y vivaces malas hierbas.

El cruce de carreteras y autopistas reluce con sus semáforos, carritos, señalizaciones, chirimbolos y guardias de tráfico, incapaces todos ellos de encauzar pacíficamente el vigoroso caudal migratorio del fin de semana. La encrucijada se abre a la Casa de Campo y al parque del Oeste, a la Ciudad Universitaria y al viejo camino de El Pardo, condenada en la paz y en la guerra a ser un punto neurálgico y estratégico.

La plaza, de alguna manera hay que nombrar a este magno nudo gordiano, perdió hace unos años su mejor puesto de observación, en la misma cabecera del puente. La Casiña del Puente, que fue añeja taberna y más tarde acreditada marisquería, un hito, con Casa Mingo, de los desaparecidos merenderos que se alineaban entre el río y las vías del ferrocarril, zona tradicional de asueto verbenero y suburbano.

El cronista recordó la primitiva casiña en una y enésima revisión de una película clásica del costumbrismo madrileño, ya en tecnicolor, de finales de los años cincuenta, Los tramposos. Una de las escenas cumbres de esta modesta joya del humor castizo transcurría junto al mostrador de la venerable taberna, improvisado escaño desde el que Tony Leblanc y Antonio Ozores pronunciaban un magistral discurso, salpicado por innúmeros brindis, sobre los españoles y el vino, para ilustración de un heteróclito séquito de turistas extranjeros, algunos de ellos en traje regional.

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Tras explicar, de forma teórica y práctica, las visibles diferencias entre el blanco y el tinto, los predicadores venían a decir más o menos esto:

-En España hay dos tipos de personas, los que beben vino durante las comidas y los que beben vino antes de comer, que ésos no suelen beber durante las comidas, porque casi nunca van a comer a casa.

Ni a comer ni a cenar; el Madrid golfo, previo a todas las movidas, extendía sus tentáculos nocturnos, etílicos y eróticos en la semiclandestinidad tolerada de algunos tugurios de la cercana carretera de Castilla, aún más discreta que la también próxima cuesta de las Perdices, donde los niños pijos de la época iban a quemar llanta para olfatear su naciente autonomía circulatoria y dineraria.

Atrás habían quedado, como cosa menestral y obsoleta, las tabernas y los emparrados del paseo de la Bombilla y de las riberas urbanizables del Manzanares. Del otro lado del puente, entre el río y las vías muertas del ferrocarril, la avenida de Valladolid, aunque castigada por el tráfico, conforma la arteria principal y casi única de un barrio de edificios de discretas proporciones y abundantes zonas verdes, en las que a veces conviven ejemplares arbóreos veteranos (de guerra) y recién nacidos.

El corredor ferroviario ha ido creando un parque lineal a un lado de la avenida, o más bien una sucesión de parques públicos, interrumpidos de vez en cuando por dependencias municipales y zonas de aparcamiento.

Con la suma de la Casa de Campo y del parque del Oeste, puede que éste sea el más verde de los barrios de Madrid, aunque no todo el monte es orégano, ni pradera, ni parque, como proclaman vallas y carteles que anuncian la inmediata construcción de complejos residenciales y viviendas de más o menos lujo sobre antiguos terrenos ferroviarios.

Si el Manzanares fuera navegable, aunque no lo fuese más que para cisnes y botes de recreo, y el tráfico bajase algo sus humos o se peatonalizase la zona, los vecinos de este coto vedado y limitado vivirían en la gloria y tal vez en esta orilla del vilipendiado río algún vate, o algún cronista, improvisaran junto a su cauce algo más que burlas y cuchufletas, siguiendo el ejemplo de aquel único y alucinado clérigo poeta, Fray Diego González, autor de El murciélago alevoso, que un día cantó sus invisibles triunfos con retórico acento: "A tu margen se dignan/ congregarse los dioses celestiales/ cuando de los mortales/ los negocios más graves determinan,/ por eso gracias mil te concedieron/ y cuna te eligieron/ de claros, poderosos y altos reyes,/ que en dos mundos dominan y dan leyes".

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