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Tribuna:LA HORMA DE MI SOMBRERO
Tribuna
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Un miércoles en Madrid JOAN DE SAGARRA

"Questa matina poi finalmente hanno fatto morire in Ponte quelle donne de" Cenci; et la morte della giovane, che era assai bella et di bellissima vita, ha commosso tutta Roma a compassione", le escribe Baldassarre Paolucci al Duca di Modena en una carta fechada el 11 de septiembre de 1599.Aquella mañana del 11 de septiembre toda Roma, nobleza y chusma mezcladas, había acudido a presenciar la ejecución. "La gente a piedi stava come sardelle e li cavalli e carrozze si stendevano sino a Tor di Nona al palazzo dell" Orsini et a San Giovanni de" Fiorentini sino a Castello et fu il sole tanto ardente che molti si svennero et molti tornarano a casa con la febbre...". Los reos eran tres: Lucrecia Petroni, la segunda esposa de Francesco Cenci, y dos hijos de éste, Giacomo y Beatrice. Al tercero, Bernardo, de 15 años, le había sido conmutada la pena de muerte por la de galeras, pero le habían obligado a asistir a la ejecución de sus hermanos. Una vez celebrada la misa, la primera cabeza en caer fue la de Lucrecia. Le siguió Beatrice, que "molto arditamente mise il capo sotto il ceppo". Luego le tocó el turno a Giacomo, el hermano mayor, al que el verdugo dejó medio muerto de un mazazo en la cabeza, para acto seguido descuartizarlo y reducirlo a pedazos. Mientras los Cenci eran ejecutados, "a San Giovanni in Laterano Clemente XIII recitava una messa bassa per le loro anime".

Unos meses antes, tras ser sometidos a tortura -algo insólito en los miembros de una familia de la nobleza-, los Cenci habían confesado el parricidio cometido en la persona de Francesco Cenci, un riquísimo noble romano, hombre de "nefandissima vita", el cual tenía a su esposa y a su hija Beatrice confinadas en el castillo de Petrella Salto, feudo de Marzio de Abruzzo. Beatrice, que a la sazón contaba 17 años y que había sufrido un intento de violación por parte de su padre, había pedido ayuda al papa Clemente VIII, rogándole que la casase o la recluyese en un convento, pero el Papa no atendió su petición. Así que la joven, con la complicidad de su madrastra y de sus dos hermanos, decidió asesinar al ogro de Francesco Cenci la madrugada del 11 de septiembre de 1598, justo un año antes de la ejecución de Lucrecia Petroni y Beatrice y Giacomo Cenci.

Pero el papa Clemente -¿quién le aconsejaría el nombrecito?-, un Papa de la familia Aldobrandini, no sólo no atendió la petición de Beatrice, sino que se mostró inflexible durante el proceso: autorizó motu proprio las torturas, se negó a recibir al abogado de los Cenci y a conmutarles la pena. El papa Clemente quiso mostrarse ejemplar: se avecinaba el jubileo del Año Santo y el Concilio de Trento había reconocido como inviolable la patria potestad (aunque el padre amenazase con violar a la hija). Y siguió mostrándose ejemplar después de la ejecución: prohibió cualquier libelo referente al caso en que se pusiese en entredicho la justicia pontificia y se hizo adjudicar, mediante subasta y por un precio muy inferior al real, la finca de Terranova, la joya de la propiedad de los Cenci.

En aquella Roma de la Contrarreforma, que olía a azufre y a carne quemada, el papa Clemente pudo a duras penas con los libelos, con la palabra escrita, pero no pudo con las imágenes, santas para mayor inri. Un genial pintor bergamasco, Michelangelo Merisi da Caravaggio, un valenthuomo sedicioso, de extravagante cerebro, que vivió aquel proceso y probablemente presenció aquellas ejecuciones, inmortalizó la mirada de Beatrice, más allá del cuadro, pidiendo ayuda (Santa Catalina) y los deseos de venganza de aquella Roma condenada al silencio ante la justicia del papa Clemente (Judit y Holofernes).

El miércoles, María Jesús de Elda y un servidor nos fuimos a Madrid, al Prado, a ver la gran exposición de Caravaggio (Narciso, Los músicos, La buena ventura... ¡qué gozada! Y esa Flagelación de Cristo, soberbia tela que nos llega de Ruán). Escogimos el miércoles porque aquel día en la mesa de Casa Lucio sirven cocido. Subimos por la calle del Prado, contándonos maravillas del genial Caravaggio. Brindamos por su eterna memoria con unas cañas y unas olivas en la Cervecería Alemana, con unos finos y unas croquetitas de Lhardy, con unas copas de Albariño y unas tapitas de empanada de bacalao, que sabía a gloria, en La Toja. Ya en la plaza Mayor, aquella plaza en la que antaño la Inquisición quemaba herejes y los caballeros lanceaban toros, una plaza en la que hoy se vende al turista la camiseta de Raúl, la espada de Drácula y una jarra de cerveza con el escudo de España una, grande y libre, brindamos por el bergamasco con media botella de Valdepeñas y unos callos más que aceptables. Y en esas llegamos a Casa Lucio. No hay mesa, pero al identificarse María Jesús como alicantina ante el propio Lucio, que lleva 30 años veraneando en la playa de San Juan, en Alicante, y jura, y nosotros le damos la razón, que la barra del Nou Manolín -¡qué sepionets!- es la mejor barra de España, y yo como catalán, nos preparan una mesa en un periquete. Y Lucio nos muestra, ufano, una foto suya, reciente, abrazado a Jordi Pujol. Terminado el almuerzo -los garbanzos del cocido eran una pura delicia-, Lucio nos ofrece un cava. "Mejor otro día, Lucio". Pagamos, damos las gracias y nos volvemos a Barcelona.

P. S. Querido Gregorio Morán: "Se es del país, de la ciudad que se ama, que no siempre es la que nos vio nacer", escribe tu tocayo Marañón a propósito de Toledo y El Greco. Madrid sigue estupendo. Igual que Caravaggio.

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