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Tribuna:SETENTA AÑOS DEL 'CRASH' DEL VEINTINUEVE
Tribuna
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Idiota el último

Joaquín Estefanía

La discusión sobre la burbuja financiera de Estados Unidos y las consecuencias que para la economía mundial podría tener su pinchazo abundan en todos los foros de debate. El último que ha intervenido y que, como siempre, ha conmovido a los mercados ha sido el presidente de la Reserva Federal. Greenspan ha recordado que la historia demuestra que se producen "súbitos cambios en la confianza [de los inversores] y que éstos ocurren abruptamente, la mayor parte de las veces sin noticias que lo anticipen".En la propia Norteamérica conviven distintas escuelas sobre la estructura de la burbuja financiera que se manifiestan en dos libros recientemente aparecidos: el primero de ellos, muy optimista (Dow Jones. Fact or fiction) predice una etapa de gran prosperidad que llevará al índice Dow Jones a los 30.000 puntos al final de la próxima década y a los 100.000 en el año 2020; el segundo (Devil take the hindmost) es la otra cara de la moneda y describe - con mayor preocupación incluso que los textos clásicos de Galbraith- las catástrofes para el bienestar de los ciudadanos a las que suelen dar lugar las burbujas hinchadas.

La mayor parte de los analistas coinciden en que Wall Street está sobrevalorado entre un 30% y un 40%, que los inversores están dispuestos a pagar tres o cuatro veces el valor en libros de las acciones que allí se cotizan, o que, por ejemplo, dan por las acciones precios que suponen 35 dólares por cada dólar de beneficio esperado. En la última asamblea del Fondo Monetario Internacional (FMI), un informe de este organismo afirmaba: "El ejemplo más notable de sobrevaloración de los precios de los activos financieros hasta niveles potencialmente sujetos a amplias y súbitas conmociones capaces de desestabilizar en el futuro la actividad económica real" es Wall Street. Por el contrario, el director gerente del FMI, Michel Camdessus, en una contradicción aparente (pues seguramente no quería batir las palmas del peligro), declaraba pocas semanas más tarde que "la economía de Estados Unidos no debería sufrir con una correción entre el 20% y el 25% en Wall Street".

La Bolsa de Nueva York ha subido casi un 80% desde que Greenspan advirtiese sobre la "exuberancia irracional" que dominaba a los inversores en diciembre de 1996.

Los octubres suelen ser, junto a los agostos, los momentos de mayor inestabilidad bolsista. Dos de los peores crash, los de 1929 y 1987, ocurrieron en este mes. Por otra parte, las burbujas financieras que precedieron a la Gran Depresión o la de Japón de los años ochenta coincidieron con coyunturas gloriosas, de baja inflación o de grandes avances tecnológicos, como la actual. Las circunstancias son muy distintas, pero también hay coincidencias reveladoras entre el panorama de la nueva economía de hoy y los acontecimientos previos al crash bursátil de 1929, del que en esta semana se cumplen los 70 años.

Estados Unidos vivía en los felices veinte una gran expansión. En su libro El crac del 29, Galbraith la describe: "La producción y el empleo eran altos y aumentaban constantemente, los salarios no subían demasiado y los precios eran estables. Aunque muchas personas eran todavía muy pobres, eran más los acomodados confortablemente, los prósperos y adinerados; en una palabra, los más ricos que nunca... Los negocios eran prósperos y permitían ganancias que se incrementaban rápidamente; ciertamente, era una suerte ser hombre de negocios en aquella época... Merecía la pena volver a considerar la idea de una inexorable ley de la compensación: los diez buenos años habían de pagarse con diez malos... en los treinta". Estados Unidos vivía de las rentas de la Primera Guerra Mundial: hegemonía del dólar, enormes exportaciones a América Latina y a una Europa en reconstrucción, explosión de sectores como la construcción o el automóvil, incremento espectacular del crédito, etcétera. A mitad de los veinte había algunos síntomas de un aterrizaje suave de la economía, aunque casi inapreciable en la vida cotidiana. Como unas tijeras abiertas, se iba separando la actividad real de la coyuntura especulativa.

Poco antes de abandonar la Casa Blanca, en diciembre de 1928, el presidente Calvin Coolidge decía: "Ninguno de los Congresos de Estados Unidos hasta ahora reunidos para examinar el estado de la Unión tuvo ante sí una perspectiva tan favorable como la que se nos ofrece en los momentos actuales". El líder republicano continuó hablando del "más largo periodo de prosperidad" y de "considerar el presente con satisfacción y encarar el futuro con optimismo, ya que la fuente principal para esta bendita situación reside en el carácter e integridad del pueblo americano". Unos días antes de dejar su despacho al también republicano Herbert Hoover, ya en 1929, insistía Coolidge en que las cosas iban "perfectamente bien" y que las acciones "estaban baratas a precios corrientes". Todavía en septiembre de 1929, el presidente de la Stock Exchange declaraba: "Se han acabado los ciclos económicos tal como los hemos conocido". ¿Ciegos o interesadamente escapistas?

El verano de 1929 marca el cambio de tendencia. En junio de ese año, el índice de producción industrial alcanzaba su cota máxima. En otoño la economía iría hacia abajo, siendo la Bolsa el último sector en caer con estrépito. Un tal día como anteayer, hace 70 años, el 18 de octubre, variaba la curva de la cotización de las acciones, en forma de campana, tras muchos meses de picos de sierra. Pero los grandes inversores siguieron inyectando dinero para frenar la caída, convencidos de que las subidas no tenían límite y que la situación estaba bajo control. Seis días después, el jueves 24 de octubre, empieza el crash como tal y el pánico se apodera de Wall Street: casi 13 millones de acciones buscaron comprador con desesperación, la mayor parte de ellas a precios ruinosos para sus propietarios. Escribe Galbraith: "Fuera de la Bolsa, en Broad Street se podía oír un inquietante rumor. Una multitud se había congregado allí. El superintendente de policía, Grover Whalen, se apercibió de que algo estaba sucediendo y despachó un destacamento especial de policía a Wall Street a fin de asegurar el orden. Luego llegó más gente y todos se pusieron a esperar, aunque nadie sabía el qué. Un obrero apareció en lo alto de un rascacielos para hacer algunas reparaciones, pero la multitud supuso que se trataba de un suicidio y esperó impaciente a que se decidiera a saltar. Grandes multitudes se aglomeraban en aquellos momentos junto a las oficinas filiales de las entidades de cambio extendidas por toda la ciudad y, por supuesto, por todo el país... Un observador creyó ver en las expresiones de la gente no precisamente sufrimiento, sino más bien una especie de horrorizada incredulidad".

Al cierre de la sesión, después de una intervención concertada de los bancos llamando a la calma, el mercado se repuso un poco. En el largo fin de semana, los inversores contuvieron la respiración: el viernes y el sábado posteriores, los días 25 y 26 de octubre, la contratación siguió siendo muy alta, pero los precios se mantuvieron (el viernes, ganancias; el sábado, ligeros retrocesos). El domingo 27 de octubre en muchas iglesias se predicaron sermones en los que se apelaba a la espiritualidad y se sugería un castigo divino ante la pérdida de valores de los ciudadanos, que únicamente querían dinero, dinero, dinero... En los domicilios privados de los especuladores y en las sedes sociales de los inversores colectivos se preparaban las fórmulas para evitar un principio de semana con ventas masivas de acciones.

Fue inútil. El lunes 28 de octubre superó todo lo previsto. Fue una jornada catastrófica para la Bolsa. Ante el pánico de la gente y la convicción de que lo peor empeoraría aún más, el pool de banqueros se volvió a reunir, como el jueves anterior, pero esta vez se cuidaron de hacer declaraciones públicas de confianza: el mercado estaba incontrolado. Al martes 29 de octubre se le ha denominado el martes negro: se intentaron vender más de 16 millones de títulos, lo que suponía el récord absoluto de todos los tiempos. Fue la jornada más devastadora para Wall Street, en medio de una oleada de terror de los inversores, que eran muchos. Se cuenta una anécdota del padre de los Kennedy, que ilustra la generalización de los bolsistas entre la población: un limpiabotas de Wall Street, que invertía de forma habitual, mantuvo el siguiente diálogo con Joe Kennedy mientras le embetunaba los zapatos:

-¿Cómo va la Bolsa, Pat?

-Subiendo, mister Kennedy, subiendo.

-¿Ganas mucho?

-Desde luego. ¿Quiere un buen consejo? Compre petróleo y ferrocarriles, que se van a poner por las nubes. Me lo ha dicho un tipo que está en el secreto.

Kennedy pagó la propina al limpiabotas y al llegar a su casa comentó a su mujer, Rose, que una Bolsa en la que cualquiera podía invertir, y un limpiabotas predecir, no era un mercado fiable para los Kennedy. Abandonó Wall Street y no sufrió los efectos del crash. Banqueros, empresarios, apostadores profesionales, empleados, amas de casa, jubilados o limpiabotas empujaban hasta entonces al alza al mercado bursátil. Había una escapada al mundo de lo irreal, componente fundamental de las economías especulativas. Muchos ciudadanos se apalancaban: compraban acciones a plazo con fianza, lo que suponía adquirir un derecho sobre los incrementos de precio sin los costes de la propiedad. Algunos analistas han estimado que durante el martes negro se perdió tanto dinero en la Bolsa de Nueva York como el gastado por Washington en toda la Gran Guerra.

El crash de 1929 fue el precedente de la Gran Depresión, que duró un decenio, y que se trasladó de Estados Unidos a Europa y de allí al resto del mundo (salvo a la Unión Soviética, enmarcada en otro sistema económico). Se ha dicho que fue la Segunda Guerra Mundial y no la sabiduría económica la que acabó con esa depresión, que trajo el resurgir de los nacionalismos (autarquía, militarización de la economía, proteccionismo,...) y la aparición del fascismo y de las agresiones exteriores.

Ni se puede ni se debe hacer una traslación con la coyuntura actual, pero las salidas de las burbujas financieras son costosas y alargan sus efectos en el tiempo. En las mismas declaraciones, Greenspan ha dicho que lo malo de las burbujas especulativas es que no puedes estar seguro de que lo son hasta que pinchan, y hasta ahora los economistas han sido incapaces de anticipar súbitos cambios en la confianza de los inversores o una burbuja a punto de pincharse. Será el tiempo el que diga si quien tiene razón es el analista que pronostica que Wall Street subirá aún más o el que avisa que el más idiota será el último en salir de allí.

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