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París exhibe el 'arte urgente' de Daumier en una antológica

El gran retratista del París del siglo XIX, Honoré Daumier (1808-1879), cierra el siglo XX en la capital francesa con una exposición antológica. El Grand Palais expone, hasta el 3 de enero del 2000, nada menos que 325 de sus obras: esculturas, dibujos, litografías y pinturas. La muestra también podrá verse en Ottawa y Washington. La exposición quiere, voluntariamente o no, reivindicar la figura de Daumier como pintor, como un artista mayor, como alguien cuya obra está más allá de las contingencias temporales, de los encargos o los humores pasajeros. Sin duda, las 87 telas reunidas para la ocasión, en su mayoría procedentes de EE UU, prueban que Daumier es eso, un gran pintor, pero el ejercicio no tiene demasiado interés por dos razones básicas: porque la idea misma de una jerarquía de las artes en el terreno de la plástica tiene mucho que ver con el mercado y el estatus de los comisarios organizadores, pero muy poco con la calidad e interés de la expresión y, segunda razón, porque la gran fuerza de Daumier es que trabaja directamente sobre su época, nos la restituye y nos la comenta.Psicologías

Las 35 extraordinarias terracotas coloreadas, bustos de parte de los diputados de la Asamblea Nacional entre 1832 y 1835, de algunos magistrados y de un periodista aguijonean nuestra curiosidad. No basta con la potencia caricaturesca del modelado, no nos conformamos con la maravillosa capacidad de Daumier para poner de relieve ciertos trazos y fabricar psicologías. El visitante quiere saber quién es ese tipo de pelo alborotado y ojos hinchados que esconde la papada bajo un cuello alto, qué hicieron y quiénes fueron el barón Joseph de Podenas, el doctor Prunelle o el conde Horace-François Sébastiani. La mueca arrogante de este último, la vanidad de su gesto, nos remite de entrada a tiempos mejores, a un menosprecio por el presente, tanto el que tiene ante sus ojos como al de sus propias arrugas. Y es lógico que así sea cuando se sabe que Sébastiani, conocido 20 años atrás como el Cupido del imperio, fue mariscal de Napoleón, aristócrata vanidoso y hombre que, según Daumier, "se hacía grabar el escudo incluso en el talón de las botas".

Daumier es genial en la urgencia, impulsado por la ira, por la indignación o la piedad. Como Balzac o Dickens, es un artista moderno, que vive de su público, de un público muy amplio que compra las revistas que reproducen sus dibujos, sobre todo ese famoso Charivari (guirigay) para el que trabaja durante 27 años ininterrumpidos. La censura -una caricatura suya del rey Luis-Felipe presentado como tragaldabas que devora la riqueza de los ciudadanos le costará seis meses de cárcel- marca las series de Daumier. Cuando el comentario político directo se revela demasiado arriesgado, el lápiz se inclina del lado de la crítica social. Ese trazo goyesco lo aplica a los burgueses o a las diversiones multitudinarias, pero también para desmitificar la pintura de género o histórica.

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