Pakistán, el golpe tranquilo
Islamabad acoge con calma y normalidad el derrocamiento por el Ejército del ex primer ministro Nawaz Sharif
(THE INDEPENDENT) Todo está en calma en Islamabad, pero Islamabad está en calma casi siempre: el desacuerdo no entraba en los planes de la gente que construyó la ciudad. Hay un edificio enorme y vagamente moderno que alberga el parlamento, un bulevar gigantesco que es el escenario nacional de los grandes desfiles y extensas superficies de asfalto para admiración de los dignatarios que visitan el país. Pero no existe ningún lugar para que la gente se reúna, ninguna plaza nacional en la que las masas puedan juntarse para protestar o celebrar alguna cosa.Desde la ventana de mi hotel puedo ver las cúpulas apiñadas en forma de salacots que coronan la Secretaría del primer ministro; son la aportación personal de Nawaz Sharif a la pomposa silueta de la ciudad, un edificio excesivo, que supera en tamaño al vecino Tribunal Supremo y que, como corresponde a un monumento punjabí moderno, está cubierto de mármol. Nawaz Sharif se instaló allí, pero poco después lo abandonó para mudarse -en un gesto de austeridad que no engañó a nadie- a unas dependencias ligeramente más discretas. La secretaría permanece cerrada desde entonces. Y ahora, el edificio del Parlamento ha corrido la misma suerte.
Nawaz Sharif no llevaba todavía ni tres años en el poder; no había hecho más que empezar. A pesar de haber sido elegido en febrero de 1997 con una mayoría de 83 escaños (en una cámara de 217), se apresuró a construir una dictadura sin perder tiempo y a mutilar o aterrorizar a todas las instituciones capaces de amenazarle, incluyendo la presidencia, el Tribunal Supremo, la oposición y la prensa.
El martes le había llegado al Ejército el turno de sufrir el hacha de Sharif. El primer ministro pretendía destituir al jefe del Estado Mayor -el general Pervez Musharraf- y de paso, según se dice, asesinarle, para nombrar a un compinche y viejo amigo de la familia; de esta forma quería someter bajo su yugo la última institución independiente de Pakistán. Pero el Ejército, que aún se mantiene unido, estaba preparado, y el plan falló. El régimen de Sharif cayó sin que se disparase un solo tiro.
La reacción al derrocamiento de Nawaz Sharif en Pakistán ha sido extraña. Hicieron falta 36 horas para que un portavoz de su propio partido, la Liga Musulmana de Pakistán (LMP) emitiera una declaración de protesta redactada en términos muy suaves. Tres días después del acontecimiento, unos manifestantes salieron a las calles de Lahore para protestar por su destitución. Eran alrededor de 30, de los que se detuvo a una docena.
Sin embargo, tampoco los militares han tenido una acogida de héroes victoriosos. El golpe (aparte de un momento desagradable en un estudio de televisión y algunos enfrentamientos en las proximidades del aeropuerto de Karachi) fue tranquilo, casi cortés, casi invisible. No sólo no hay tanques recorriendo el bulevar Jinna, sino que no se ven soldados por ninguna parte. Algunos periodistas locales incluso critican a Occidente por haberlo calificado de "golpe", como si fuera una maniobra deliberada e injusta para castigar a Pakistán.
Sin alarma
No es que los punjabíes, los patanes, los sindis y todos los demás sean, por naturaleza, pueblos reservados. No; sino que ésta es la manera que tiene Pakistán de decir que lo que ocurrió el martes por la noche fue, posiblemente, desafortunado y desagradable: despedir a un hombre cuando se encuentra a 12.000 metros de altura, en el aire, no es juego limpio. Pero en cierto modo fue normal.
Nada digno por lo que llevarse un gran disgusto. Lo de siempre. Así es como se hacen aquí las cosas. No hay motivo de confusión ni alarma. La calma sobrenatural existente en Pakistán durante toda la semana ha sido la forma en la que los paquistaníes le han dicho esto esto al mundo, pero también a sí mismos.
Porque es cierto que es normal: ésa es la amarga e ingrata realidad. En enero de 1977, cuando entró en vigor la ley marcial, un especialista llamado William E. Richter escribía: "Los partidos políticos paquistaníes han sido históricamente débiles; las elecciones, cuando se han logrado celebrar, han sido preludios del desastre; la sucesión se ha realizado, en general, mediante la agitación de masas y los golpes militares, y no a través de las urnas..." Era, en su opinión, la "tradición política trágica" de Pakistán, y tenía todas las probabilidades de seguir siéndolo.
Si eliminamos las palabras "agitación de masas", esas líneas podrían haber sido escritas ayer. Esa necesidad de transmitir normalidad es la que explica la pétrea calma de Pakistán. Pero, si se escarba bajo la superficie, la población tiene opiniones muy variadas sobre lo sucedido.
En un viejo bazar callejero de Rawalpindi, la ciudad próxima a Islamabad, hablo con un hombre que pregona garbanzos tostados desde su carrito ("Estoy deseando que vuelva Benazir Bhutto", afirma) cuando irrumpe un hombre bajo, robusto, con gafas y un gorrito. Dice que había dirigido una oficina en la Secretaría del primer ministro. Aun así, opina que el golpe es "muy satisfactorio para toda la nación". "Nawaz Sharif estaba creando impuestos muy severos, iba a quitarnos hasta la ropa. No tenía que haberse enredado con India en Kargil, pero, ya que lo hizo, tenía que haber llegado hasta el final". En una farmacia, el propietario, delgado y de aspecto nervioso, está de acuerdo. "Lo que ha sucedido está muy bien; la destitución es buena, porque Sharif estaba a merced del Fondo Monetario Internacional (FMI) y los norteamericanos".
Aproximadamente un tercio de la gente con la que hablo cree que el derrocamiento de Sharif ha sido un error. Y la mayoría de las quejas de quienes están contentos de que se haya ido son intrascendentes. Los comerciantes de la región de Punjab constituyen el principal núcleo de apoyo a Sharif.
El exprimer ministro es un hombre de negocios, y siempre se ha llevado bien con las empresas. Los joyeros, dueños de papelerías y farmacéuticos de Pindi votaron en bloque por su partido en las últimas elecciones. Ahora, muchos están hartos de él, pero no hasta el punto de sentirse furiosos ni con deseos de venganza; sólo molestos, como todos los votantes se sienten respecto a sus gobernantes en tiempos de crisis. Por tanto, se alegran de que se haya marchado. Mientras tanto, la tradición política trágica de Pakistán sigue adelante. Y no se olvide que ningún gobernante paquistaní -ni militar ni civil- ha dejado jamás el poder de forma voluntaria.
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