Cuchufletas municipales
JAVIER MINA
París, o por mejor decir la Galia -ese reducto que resiste tenazmente a las pretensiones de algunos romanos deseosos de mordisquearle el territorio por un sur que no sin cierta rechifla se conoce por Iparralde- tiene, entre otras malas costumbres además del prurito de territorialidad, la de cambiar periódicamente el modelo a partir del cual se esculpen los bustos que represen-tan a la República y que presiden alcaldías, legaciones y otros luga-res donde se manifieste el poder republicano. Al busto le llaman Marianne y a la encargada de prestar su imagen esta vez, Laetitia Casta. ¿Podría haber no diré ya una figura sino un nombre más adecuado para tan alto honor? Ahí es nada que reúna en uno la alegría (no otra cosa significa Laetitia en latín) y la castidad que no deberían faltar en ningún Estado que se precie.
Simétricamente, en el sur que le mordisquea, hay un presunto incendiario que también resume en el nombre la vocación de país que pretende: Angel Llamas y que ha sido detenido tras leerle su particular catón a un concejal de UPN. Pero no quería hablar de eso sino de dos curiosas circunstancias que concurren en la singular Marianne finisecular. De entrada, es corsa -ergo cautelosa con el centralismo jacobino- y actuó en la adaptación cinematográfica pero de carne y hueso de las aventuras de Asterix y Obelix, con lo que podríamos decir que bajo la efigie de la República yacerá una irredenta al cuadrado. Pero hay más, Laetitia Casta fue elegida por una suculenta mayoría de los votos emitidos por los 36.778 alcaldes de Francia. Y ahí quería llegar.
Hay quien pensará, y con razón, que los alcaldes están para algo más que participar en concursos de belleza encubiertos -con lo que tienen de machistas- o que el sufragio universal no costó tanta sangre (la propia Marianne surgió, podríamos decir, de las guillotinas de la Revolución Francesa) como para malgastarlo en semejantes tonterías, conforme. Pero hay ciertos lugares donde se debería practicar más de eso, porque ponerse demasiado ceñudo, por no decir cabestro, puede conducir a que le quemen la casa y las pertenencias -y por un pelo la familia- a quien tiene el valor de denuciar los atropellos municipales que cometen los todavía más cabestros y no precisamente por entrega a la causa (de no ser que se considere como tal el propio lucro).
Y ya llegamos. Ni todos los galos están locos ni todos los romanos coquetean con los incendios -creo-, pero la última jugada municipaloide de estos últimos, quiero decir de los más o menos irredentos, está cubierta de gloria. Verán, el vertedero de basuras de San Marcos -un prodigio, aseguran, de las últimas tecnologías que luchan por incrustarle lo más natural y lo menos pestíferamente posible en el corazón sidrero de Guipúzcoa- se rige por una junta nombrada a partir de los votos de los diversos municipios que lo disfrutan y controlan. Ahora bien, los estatutos tienen un tremendo fallo que deja al descubierto un déficit democrático de los de verdad y no de los que pululan en más de un imaginario, por cuanto no establece una clara proporcionali-dad entre la población de los municipios y el número de votos que tendrán en el capítulo. La broma ha permitido que el 80% de los habitantes que vierten sus porquerías en el pozo común se queden sin representación.
Se pueden imaginar que el mecanismo por sí solo no ha cometido la tropelía, antes al contrario, la retorcida maniobra trasuda una clara voluntad de ajuste de cuentas, como lo demuestra el hecho de que se hayan quedado fuera de la troika los ayuntamientos más grandes -San Sebastián, Rentería, Lasarte-, pero no por grandes sino por socialistas, y ello gracias al empuje patriótico de los más pequeños. Todo en el más puro estilo Lizarra de no exclusión y en el Udalbiltza, que consiste precisamente en que se junten munícipes y más munícipes que voten y decidan por igual, independientemente del número de habitantes a los que representen. Con lo que se produce la curiosa circunstancia de que la política de los electos reunidos en asamblea debuta como quien dice en la basura. ¿Será sintomático o profético?
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