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La incógnita de Brasil

Juan Arias

Hace tiempo que Brasil fue bautizado como el "continente del futuro". Se trata, en efecto, de un país con 163 millones de habitantes, en su absoluta mayoría jóvenes, con más de 30 millones aún en la edad de la adolescencia, con grandes riquezas naturales, una enorme vitalidad humana y con los pies ya puestos en la modernidad de las nuevas tecnologías, donde los ciudadanos pagan ya masivamente sus impuestos directamente por Internet. Brasil es, además, la locomotora económica de América Latina.Pero, como ha afirmado repetidas veces el actual presidente de la República, el sociólogo socialdemócrata Fernando Henrique Cardoso, Brasil es al mismo tiempo "un país rico, pero injusto". Y es ésta una de las paradojas de este continente en el que conviven tremendas contradicciones, como la de ser un país ya injertado en el futuro, muy cercano en algunas áreas de la moderna tecnología a Estados Unidos, como, por ejemplo, en la de la medicina, y al mismo tiempo la de figurar entre los países del mundo con mayores desigualdades sociales y con mayor índice de violencia.

Brasil cuenta con un cuarto de su población -casi 40 millones de habitantes, según datos oficiales- por debajo del nivel de la pobreza, que sobrevive al margen del Estado y de las instituciones, al mismo tiempo que posee uno de los PIB más altos de América Latina (6.000 dólares) y una clase de ricos como ya quedan pocas en el mundo. Una riqueza, además, de la que hace ostentación. Hay ricos que ponen la mesa con vajillas firmadas por Dalí, o que mandan su ropa a lavar a Londres, o llevan a sus hijos al colegio en helicóptero privado.

Brasil no es un país racista como tal, ya que la mitad de la población es negra o mestiza. Pero sí existe muy fuerte un tipo de racismo "social", por el cual a un negro, aun culto, siempre le costará más abrirse paso en el mundo del trabajo que a un blanco. Sin contar que la población negra llega con mayor dificultad que la blanca a los estudios superiores.

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Los analistas, domésticos e internacionales, están de acuerdo en que estas contradicciones tan chirriantes podrían ser corregidas con una clase política más preparada, capaz de acabar con viejos privilegios, restos de la dictadura, como el de los funcionarios del Estado, una casta privilegiada que es un tapón a la hora de hacer las grandes reformas, porque no quiere perder sus privilegios. Baste recordar que un maestro de escuela en Río de Janeiro gana 35.000 pesetas al mes y un funcionario del Ayuntamiento puede llegar a ganar 1,5 millones, con la agravante de que se va a jubilar con dicho sueldo y sin pagar impuestos. Y los diputados y senadores son los que más ganan del mundo, con sueldos que pueden llegar a dos millones de pesetas al mes. El salario mínimo está en 13.000 pesetas.

De ahí la dificultad de los Gobiernos, incluso los más sensibles socialmente, para llevar a cabo reformas que están gritando su urgencia, como la reforma fiscal, la de la Seguridad Social, la de los partidos políticos y la que regula las relaciones entre el poder judicial y el legislativo, siempre enfrentados.

Después de una larga dictadura militar, Brasil aún no cuenta con una democracia consolidada en el sentido de tener unos partidos políticos con ideología y programas claros que respondan a la voluntad de sus electores. Más que partidos, lo que hay son lobbies dentro del Parlamento que defienden sus propios intereses, como lo es, por ejemplo, el de los terratenientes. Este es un país donde los diputados recién elegidos en las urnas tienen un mes de tiempo para poder cambiar de partido si otro distinto para el que fueron elegidos les ofrece mayores prebendas, como un despacho mejor o un cargo más apetecible.

Se explica así el que en el Parlamento hasta los partidos que apoyan al Gobierno puedan votar en contra de un proyecto por él presentado. O que exista la compraventa de diputados entre los partidos. Como se explica el que la magistratura haya boicoteado recientemente dos decretos básicos de reforma fiscal que hubieran dado a las arcas del Estado más de doscientos mil millones de pesetas. Se trataba de hacer, por primera vez, pagar impuestos a los jubilados de lujo del Estado y de hacer pagar a los funcionarios en activo según su sueldo. Hasta ahora pagan todos el 11%, ganen cien mil pesetas o un millón.

La izquierda, que por tres elecciones consecutivas no consiguió llegar al poder, achaca estas contradicciones de un país rico, pero injusto, a una equivocada política económica que ha entregado, según ella, Brasil en manos de los inversores extranjeros, malvendiéndoles sus riquezas para aliviar las enjutas reservas del Estado.

El centro-derecha de Cardoso, a su vez, suele echar la culpa de conseguir salir del atolladero -a pesar de que Brasil ha dado pasos de gigante, acabando con la inflación de tres ceros que lo flageló durante años- a esas castas de privilegiados que impiden cualquier tentativa, aunque mínima, de reforma política y social. Como achaca a la coyuntura internacional, como las pasadas crisis asiática y rusa, el desplome del real, que de ser cotizado a un dólar hace sólo unos meses ha pasado a dos reales por dólar.

Los analistas más serios no tienen duda: Brasil puede salir del atolladero y convertirse en el corazón económico y cultural de América Latina, no tanto cambiando de política económica -ya que difícilmente incluso un Gobierno de izquierdas podrá evitar escapar de las garras de la globalización-, sino con una profunda y radical reforma política para hacer de Brasil no sólo un país moderno tecnológicamente, sino también políticamente.

A Cardoso le quedan aún tres años para intentar hacer dicha reforma. La izquierda se equivoca cuando pide el impeachment de un presidente del que la opinión pública sabe que no es un corrupto. Su caída traería sin duda en este momento a un hombre más de la derecha que él y el panorama se haría más dudoso, ya que la izquierda aún no ha tenido tiempo de preparar una alternativa creíble.

El futuro inmediato de Brasil dependerá mucho de que Cardoso sea capaz de luchar contra los privilegios de una derecha con la que él -la historia dirá si acertó o se equivocó- prefirió pactar para gobernar, dejando al margen a la izquierda. Sólo si conseguirá hacer a tiempo las grandes reformas podrá evitar que el real -cuya revalorización fue una de sus grandes conquistas- siga desangrándose. Por el momento, su popularidad ha llegado al mínimo, siendo más los ciudadanos que lo rechazan que quienes lo aplauden, pero al mismo tiempo la clase media e intelectual sabe muy bien que por el momento no existe un recambio creíble. Lo que sí se vislumbra es el deseo de que el sucesor de Cardoso pueda gobernar desde un centro-izquierda capaz de imponer aquellas reformas económicas y sociales que liberen a Brasil del estigma de ser uno de los países con mayores desigualdades de toda América Latina y lo lance finalmente a un desarrollo pleno.

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