El ataúd
Tengo un amigo que no ve más que fantasmas en la funeraria, cómo será de suspicaz que cada vez que coincidimos en un sepelio donde el difunto es incinerado nunca se resiste a comentar su convencimiento de que allí solo queman el cadáver y no el ataúd. Él cree que después de desaparecer lentamente el féretro de la vista de sus allegados y cerrarse la cortinilla con la música celestial de fondo los operarios del servicio de pompas sacan al finado de la caja, lo meten a pelo en el horno crematorio y revenden el ataúd para otro fiambre. "Esas cajas", dice siempre, "valen una pasta y menudos son estos buitres como para pegarle fuego al dinero". Con los ramos y coronas mortuorias piensa otro tanto de lo mismo, que las flores que desaparecen tras la cortina por la mañana están por la tarde en la floristería. Yo siempre le digo que es un mal pensado y que les tiene manía a los funerarios porque le dan repelús cuando el suyo es un servicio necesario y un trabajo tan digno como el que más. Por eso no le hice caso cuando hace unos años aventuraba que en la privatización de la funeraria había tomate.
Ha tenido que venir el fiscal Jiménez Villarejo con su apabullante querella sobre la operación para entender hasta qué punto esta vez tenía razón. Es verdad que hay tomate, mucho tomate, tanto que ni el grupo municipal de Izquierda Unida que recurrió el proceso podía imaginar, como han reconocido, la existencia de semejante trama de enriquecimiento en perjuicio del erario público. Basándose en sus investigaciones la Fiscalía Anticorrupción ha presentado en el Tribunal Superior de Justicia de Madrid una querella contra 14 personas entre las que se encuentran un consejero del Gobierno regional, dos concejales del Ayuntamiento de Madrid todavía en ejercicio, dos ex concejales y un diputado regional. El resto de los imputados son empresarios y asesores e intermediarios que participaron de distinta forma en la maniobra. La obligación del fiscal es no dejar ningún posible cabo sin atar y entiendo por ello que ponga en la lista negra a todo el que considere sospechoso, pero es evidente que todos los encausados no pueden estar en el mismo saco. Catorce personas son demasiadas para urdir un pufo de esa naturaleza, demasiadas para maquinar en secreto una operación diseñada con el objetivo de forrarse a costa del erario público.
Conviene por ello distinguir cuanto antes entre los que trincaron y quienes pecaron por omisión o ingenuidad, para repartir culpas en su justa medida. El problema es que pase el tiempo y la simple sospecha cause daños irreparables no en quien más lo merece sino en aquellos que por su carrera política son especialmente vulnerables al desprestigio. Es el caso del actual consejero de Sanidad, José Ignacio Echániz, un médico joven y bien preparado al que cabría presagiar un brillante futuro. A Echániz le tocó participar en la comisión que privatizó la funeraria y está acusado de tener relaciones económicas con Funespaña. El motivo es su posterior designación como representante de esa entidad privada en el consejo de administración de la empresa, lo que permitía suponer que fuera el pago por sus perveros servicios. La realidad, sin embargo, es que el alcalde de Madrid pidió a Funespaña que le cediera tres de sus puestos en ese consejo y nombró, entre otros, al hoy consejero de Sanidad. Algo similar sucede con el concejal Antonio Moreno. El edil recibió el mandato del pleno de redactar el pliego de condiciones del concurso de privatización, redacción que fue supervisada y firmada por el interventor del Ayuntamiento y el secretario municipal. Son dos ejemplos destacados de quienes se están viendo más perjudicados con la difusión de la querella en contraste con otros imputados cuya implicación es evidente y que sin embargo escapan al escarnio general por su menor relevancia pública. De todos, el caso más notable es el del actual presidente de Funespaña, José Ignacio Rodrigo, que pasó de asesorar al Ayuntamiento en la valoración y privatización de la funeraria a mandar en la entidad beneficiada. Él fue quien manipuló los pasivos presentando una empresa en quiebra que después obtendría de inmediato ganancias multimillonarias. Hizo lo que se llama un negocio de muerte. Ahora yo también dudo que quemen los ataúdes.
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