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El médico de cabecera de Cataluña

La mirada de Jordi Pujol contiene todos los secretos de este país. Incluso el resultado de las próximas elecciones. Es el único que realmente sabe lo que va a ocurrir. Por eso, desde el sintomático lado derecho de las vallas publicitarias, nos mira con una sonrisa socarrona, sabiendo que sabemos que lo sabe.Su control del territorio es absoluto y le da una seguridad en sí mismo que a menudo degenera en arrogancia y falta de tacto. Cuando polemiza, por ejemplo, Pujol ni siquiera se toma la molestia en mirar a sus interlocutores. Se siente superior, a veces porque su cargo se lo permite y otras porque sus adversarios (o sus adláteres) lo tratan como si lo fuera. Eso le ha granjeado bastantes antipatías y más de uno irá a votar sólo porque sueña con ver la honorable cara de asco que se le queda si pierde.

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Su forma de gesticular y su estilo dialéctico -que se aproxima al de un Louis de Funes rebozado con tecnología alemana- tiene mucho de truco. Parece que pretenda distraer la atención de su interlocutor para alcanzar mejor su objetivo. Su concepto de la política nunca es frívolo y casi siempre constructivo. Sumar. Hacer. Proyectar. Culminar. Le encanta conjugar verbos positivos, aunque eso implique, en ocasiones, llevarse algún principio por delante. Si te mira a los ojos estás perdido: te fulmina. Su solidez intimida. Su seguridad irrita. Su estilo premeditadamente desaliñado exaspera a los asesores de imagen, a los que sólo utiliza para llevarles la contraria. Si le recomiendan no caer en una pujolada (pujolada: dícese de una decisión que será, por personal e intransferible, muy polémica), la comete precisamente porque se trata de una pujolada. Su conexión con el electorado es instintiva. Su discurso, que combina diagnósticos de realismo austero con esperanzas basadas en una fe procedente de su lado religioso, no apela a la inteligencia sino que se mete en la tierra, se diluye en el agua y riega los resortes más atávicos de unos votantes a los que, en lugar de halagar, sermonea. Su potencial se basa en la confianza. En nosotros, según él. En él, según muchos de nosotros. Conoce todos los aspectos de la política. Incluso los buenos. Su autoridad no se discute. Sus decisiones, menos. Domina muchos idiomas, pero se las apaña para que siempre parezca que está hablando en catalán. En los momentos más difíciles se crece y adquiere cierta grandeza de estadista sin Estado pero con mucho sentido común. La noche del 23-F, por ejemplo. O el día en el que, a causa de un vergonzoso cóctel de incompetencia y de impunidad -que demostró hasta qué punto está deteriorada la solidez moral y administrativa de este país-, 20 jubilados franceses murieron ahogados en una embarcación del lago de Banyoles (a los que hay que sumar otro que falleció hace poco).

Su hoja de servicios tiene, después de 19 años en el poder, luces y sombras. Él ya se encarga de publicitar las luces -detención patriótica inclusive- y sus asesores, de maquillar una retahíla de sombras que van desde el caso Casinos a Banca Catalana pasando por la torpe santificación de ingenieros financieros e industriales tóxicos o la reiterada presión sobre el más natural de sus herederos -Miquel Roca- para que se harte de la política.

Hace unas semanas, tras convocar las elecciones por teléfono móvil desde la cima del Aneto (una escena que daría para un gran anuncio), Pujol inició una extraña precampaña que consistía en pedir el voto prometiendo que ésta sería -tiene 69 años- "la última vez". Fue un error que, con su habitual rapidez de reflejos, rectificó inmediatamente. Al percibir que la intención de voto del aspirante que más teme -Maragall- aumentaba, Pujol recuperó su viejo estilo y disparó una salva de medidas electoralistas para desactivar la euforia del rival: subida testimonial de las pensiones, pacto con parte de la industria cinematográfica para doblar películas al catalán, rebaja parcial de las mismas tarifas de peaje que él mismo había autorizado, fin de la mili obligatoria...

Esta vez, sin embargo, su peor enemigo es el tiempo que lleva en el poder. A estas alturas, resulta difícil sorprenderse con alguna de sus promesas o creer en las recetas de médico de cabecera con las que pretende curar problemas que siguen tan vigentes como el primer día que llegó. El malabarismo pactista que Pujol ha practicado hasta ahora -justificado por la benemérita coartada de "tot per Catalunya"- está casi tan agotado como parece estarlo él. Su cada vez más escueto discurso -"necesitamos más dinero y más poder"- puede llegar a ofender por exceso de pragmatismo y desatiende valores que también preocupan a su electorado (sobre todo a los más jóvenes). Pujol tendrá que explicarse muy bien y apretar el acelerador a fondo para convencer no tanto a los que discrepan de su indudable patriotismo como a muchos de los que siempre le han votado (obtuvo 1.320.071 votos en 1995) y que, pese a considerarle uno de los mejores presidentes que ha tenido este país, se preguntan si conviene que lo sea toda la vida.

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