Jaume Balagueró filma con convicción una historia disparatada
Un bello filme británico, sorpresa del concurso
La primera película española a concurso en el Festival de Cine de Sitges se llama Los sin nombre, la firma el debutante Jaume Balagueró y es una peripecia muy en la línea del fantástico actual. Es decir, deudora hasta más allá de lo sensato de logros estéticos ajenos, llena de trampas y efectismos, pero también rodada con un rigor en la puesta en escena digno de mejor fin. Nada que ver, por cierto, con la sobria e incluso esporádicamente emocionante Simon Magus, también ópera prima, en este caso del británico Ben Hopkins.
Tiene Jaume Balagueró en su haber dos cortometrajes, Alicia y Días sin luz, que daban cuenta de dos, entonces, meras intuiciones. A saber, que en el catalán hay un hombre de cine que sabe mirar, pero también que su imaginario está recorrido por un interés ciertamente malsano por el dolor, el sufrimiento, la mutilación física y la abyección que le llevan, más a menudo de lo que sería deseable, al exceso. Algunos de sus temas preferidos, ya presentes en Alicia, se repiten en esta adaptación de una, para el cronista, desconocida novela del británico Ramsey Campbell. Una madre (Emma Vilarasau, toda una estrella de los culebrones catalanes, esforzada sufridora) vive traumáticamente la desaparición de su hija de pocos años, cuyo cadáver aparece tras algún tiempo -lo cuenta el prólogo- horriblemente torturado (y Balagueró, por cierto, no nos permite que lo imaginemos: nos lo mete directamente por los ojos).Pero hete aquí que, cinco años después, la misma destrozada madre recibe una llamada de esa hija presuntamente muerta, que le pide auxilio. E intentará dárselo, de la mano de un ex policía (Karra Elejalde), sólo que por el camino irán apareciendo elementos perturbadores: una secta neonazi, una antigua víctima (argentina, se pregunta el cronista por qué) de experimentos genéticos en Dachau y la búsqueda de la maldad absoluta por parte de algunos personajes.
Para narrar esta desasosegante historia, Balagueró se vale de un arsenal de citas, entre las que, sin negar sus orígenes -el gusto por cierta imaginería de tipo industrial, por ejemplo, el interés por el dolor físico-, destacan algunas referencias a El silencio de los corderos, a La semilla del diablo y sobre todo a Seven, de cuya estética -la fotografía de Xavi Giménez, el uso de la música, notable, de Carles Cases- la película es claramente deudora. Balagueró logra por momentos mantener en tensión al respetable, pero a medida que la historia se hace más inverosímil, sus costuras -un guión con excesivas concesiones a la facilidad, por ejemplo- quedan al aire, hasta terminar por desquiciar a cualquier espectador que no sea un fanático desenfrenado del género.
No parece que el filme de Balagueró tenga mayores oportunidades con vistas al palmarés, cosa que sí ocurre con Simon Magus. Historia ambientada en la Polonia del último tercio del XIX, entre la comunidad judía de un pueblo misérrimo, el filme recrea con brillantez un referente histórico del que emergen algunas certezas. Entre ellas, que las raíces del racismo y la intolerancia tienen más que ver con la posesión de riquezas que con la desconfianza hacia el diferente.
En el filme de Hopkins, tal vez un poco moroso de más, un tanto académico y en ocasiones demasiado ocupado en retratar bellamente un entorno cualquier cosa menos idílico, hay no obstante un retrato riguroso de los usos y costumbres de los judíos pobres centroeuropeos, su religiosidad, su cotidianidad. A partir de un orate, al que muy convincentemente encarna Noah Taylor, que se cree habitado por el demonio, se desarrolla una vivencia de amores, traiciones inocentes pero peligrosas y hasta una feroz competencia por la construcción de una estación de trenes que llevará, presumiblemente, la riqueza a un pueblo en el que católicos y judíos viven separados por barreras increíblemente sólidas. Es sobrio, enternecedor y hasta poético; es, sin duda, el mejor filme a concurso visto hasta ahora.
Babelia
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