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GUERRA EN CHECHENIA

Sin esperanza para la abuela Nadezhda

El éxodo de civiles chechenos que huyen de los bombardeos rusos se agolpa en las orillas del Terek.

ENVIADO ESPECIALUna anciana está sentada en una silla a la orilla del río Terek. Debe pasar de los 80 años. Tiene una mirada vacía, o ausente. Está sola. No sabe dónde quedaron los suyos; ni si están vivos o muertos. Ignora adónde irá, o con quién. No sabe lo que le deparará un futuro que, a juzgar por su aspecto, no será muy largo. Se llama Nadezhda (Esperanza). Es rusa. Las bombas no saben de etnias. Por, eso, entre las más de 120.000 personas que esta guerra ha convertido en refugiados, no sólo hay chechenos, sino también rusos. Algunos de ellos esperaron hasta el último minuto casi en la línea del frente, pensando que no tenían nada que temer de la ofensiva militar, pero la mayoría ha terminado por huir ante el diluvio de fuego y metralla.

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Hartos de malvivir en los sótanos, con las provisiones agotadas y sin nadie que les ayudase, quienes vivían al norte del río Terek, como los que el enviado de EL PAÍS pudo ver el martes en el distrito de Naurskaya, terminaron dirigiéndose hacia el río. Algunos llegaban a la orilla casi con lo puesto, y otros con pesados fardos, caminando o hacinados como ganado.

Eran mujeres, ancianos, niños y hasta hombres maduros, cargados a veces con uno o dos chiquillos. Los jóvenes quedaban atrás, con un fusil, un lanzagranadas o cualquier otro instrumento capaz de matar. Tampoco huían (porque no podían) los enfermos y paralíticos, imposibles de trasladar. Al llegar al Terek, comenzaba otra odisea: cruzarlo. Casi de milagro, la barca metálica tirada por unos cables alcanzaba la orilla sur sin que la constante amenaza de zozobra se concretase.

Cuando, el miércoles, los miembros de los batallones islámicos recibieron la orden de repliegue, la cumplieron a toda prisa, pero sin entorpecer el paso de los refugiados: haciendo equilibrios a través de una conducción de gas que atraviesa el río que se ha convertido en frontera.

Parece que el piloto de un avión ruso abatido fue lapidado hasta la muerte en Urús Martán por una multitud enfurecida porque bombas como las que llevaba en su Sukoi 25 se habían cebado sobre la población civil. Vista la indignación de los refugiados que se hacinaban en el martes a ambas orillas del Terek, cabe imaginar que no correría mejor suerte cualquier visitante que lloviese allí del cielo en paracaídas. Tampoco era un lugar muy recomendable para una visita del presidente ruso, Borís Yeltsin, señalado a gritos como asesino, genocida y bandido.

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Algunos refugiados continuaban en la orilla sur, ya fuese porque no tenían otro sitio al que ir, o porque confiaban en que, si la ofensiva rusa se detenía en el río, podrían darse pronto las condiciones necesarias para regresar a sus hogares. Sin embargo, incidentes como el de la noche del martes, cuando la artillería rusa alcanzó a un autobús de refugiados, causando la muerte de 28 de ellos, hacen ver que el retorno aún está lejano.

Los vestidos de colores de las chechenas y los tradicionales gorros caucásicos de piel de sus mayores contrastaban con los atuendos occidentales de las refugiadas rusas. Tienen un enemigo común, y así lo clamaban a los cuatro vientos: está en Moscú, en el Kremlin y en sus cercanías políticas, y se sospecha que actúa en connivencia con los jefes de milicias islámicas, cuyas incursiones en Daguestán brindaron el pretexto para esta invasión.

Hay refugiados por toda Chechenia. Allá donde pueden encontrar un amigo, un pariente, una casa (aunque sea en ruinas) o un lugar bajo el sol, aunque pronto llegará el frío. Las bombas siguieron el rastro de algunos que hallaron la muerte cuando ya se sentían seguros.

La mayoría se ha dirigido hacia Ingushetia por una carretera hasta ahora libre de bombardeos. Antes del puesto de control se encuentra el gran atasco: camiones llenos de enseres, turismos cargados hasta los topes, carricoches de niño, bicicletas, motos con sidecar, hasta carretillas.

El filtro es muy estrecho, aunque diariamente lo pasan más de 5.000 personas. Raramente cruza un vehículo. Mujeres y niños lo hacen a pie. Muchos hombres son rechazados, tal vez porque los rusos temen que el enemigo se les cuele en casa.

Ya en Ingushetia, que tiene un refugiado por 2,5 habitantes, es decir, más de 120.000, el drama se repite. Asmá Kobraeva, de 45 años, sólo pide una cosa a Borís Yeltsin: "Que nos deje vivir tranquilos, que no haga matar a mujeres, viejos y niños, que maten a los bandidos, a Jatab o Basáyev, pero ésos no están en las ciudades que bombardean, sino en las montañas". Asmá nació en Kazasjtán, durante el exilio forzoso de todo su pueblo ordenado por Stalin. Ahora teme que sea otra tierra extraña la que vaya a cubrir su tumba cuando le alcance la muerte.

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