El discreto encanto de lo imprevisible
Pasqual Maragall llega a estas elecciones con 58 años y sabiendo que si no las gana ahora, no las ganará nunca. Tras largas deliberaciones consigo mismo y con los suyos, después de deshojar hamletianas margaritas en Italia o Nueva York, decidió enfrentarse al reto de suceder a un político al que cada día se parece más: Jordi Pujol. Con la mezcla de temeridad que le caracteriza, Maragall ha preferido una campaña corta a un largo desgaste del rival (como el que practicó Aznar con González, para entendernos). La intensidad se adapta mejor a su carácter: no le deja tiempo de cambiar de opinión, ni de sufrir un ataque de lucidez y empezar a hacerse preguntas demasiado profundas.Ahora va a por todas y, como hizo durante su tan publicitada etapa como alcalde olímpico, continúa sorprendiendo a los que preferirían que siguiera los consejos de sus asesores. Para muchos, en cambio, su encanto radica precisamente en su tendencia a ser imprevisible y a tener siempre en cuenta el factor humano (propio y ajeno, incluso cuando no conviene).
Aunque su imagen se ha ido suavizando con la intervención machacona de sus consejeros y la natural erosión del tiempo, Maragall sigue explotando cierto aire transgresor. Era un melenudo despreocupado por su pinta cuando empezó a aparecer en todas las quinielas con candidatos a primer alcalde socialista de Barcelona. El reto debió darle pánico, no por la responsabilidad que implicaba sino por lo traumático que podía resultar abandonar una vida exenta de las horribles servitudes del cargo. Narcís Serra le salvó del primer asalto, pero cuando Felipe González le propuso hipnotizar al Ministerio de Defensa, a Maragall no le quedó más remedio que dejarse de puñetas y subir al ring.
Sus métodos enseguida destacaron. Incumplía la agenda llegando tarde a todas partes, vencía su timidez con desplantes y algún que otro gesto fácilmente interpretable como de mala educación y se saltaba el protocolo a la torera. En resumen: el terror de los burócratas. Paralelamente, sorprendía por sus conocimientos de la maquinaria municipal (es especialista en economía urbana y trabajó durante años como funcionario en el Ayuntamiento) y, sobre todo, por una visión global no sólo de los problemas sino de las posibles soluciones. También destacaba por tomarse libertades que consideraba necesarias para llevar a cabo sus proyectos, sin dejarse domesticar por la asfixiante disciplina de partido. Eso le ha ocasionado más de un problema y hay algunos socialistas que, en secreto, esperan a que se pegue el gran batacazo para refregarle en las narices su reincidente indisciplina.
Mientras tanto, sin embargo, Maragall sigue viviendo de las rentas de su innegable tirón popular y de un prestigio internacional ganado, sobre todo, durante los pirotécnicos JJ OO de 1992 (luego hemos descubierto que el arquero Antonio Rebollo lanzó efectivamente aquella mágica flecha pero que el especialista en efectos especiales Reyes Abeces se encargó de que el pebetero se encendiera en el momento justo, una prueba de que los sueños también pueden asegurarse). Consigue acuerdos imposibles, reagrupa siglas a granel, intenta subvertir la estructura tradicional de los partidos, adapta modelos norteamericanos, improvisa, olvida, sugiere, insiste, pero conservando siempre un rictus que, según cómo, puede resultar desagradable, ya que parece situarle por encima de las nimiedades de la cotidianidad política.
Prefiere la poesía a la narrativa, en parte por sus orígenes y educación, y en parte porque la metáfora y la caza de lo abstracto se adaptan mejor a su estilo. Va muy poco al cine y si le preguntan cúal es la última película que le gustó te puede responder tranquilamente que Perfume de mujer, que se estrenó hace la friolera de 25 años. Parece despistado e inconstante, anárquico y frágil, pero, de repente, sufre un ataque de rauxa, levanta la estructura de un sueño colectivo y, con una tenacidad contagiosa, obtiene resultados impensables sobre el papel.
Ahora atraviesa un momento decisivo. Ha optado por una campaña en la que promete mucho. "Educación, educación, educación", por ejemplo, uno de sus lemas preferidos, describe una necesidad tan obvia que incluso el presidente del club de fans de Pujol podría suscribir. Y la intención de cambiar un nacionalismo adicto al agravio con España por un catalanismo bilingüe y progresista que sea asumido por una estructura de Estado federal suena a reto de altos vuelos, aunque lleve en las alas el plomo de un mandato socialista en el que no faltaron perdigonadas tan mortificantes como la LOAPA.
Algunos de sus colaboradores se llevan las manos a la cabeza cuando se sale del guión y le da por pegar saltos o gritar "¡Este partido lo vamos a ganar!". Pero en esos inesperados arranques de alegría primaria está la base de su éxito. A pesar del escepticismo que rodea estas elecciones, todavía hay gente que espera que Maragall haga algo diferente e imprevisible. De otros candidatos, en cambio, no se puede decir lo mismo.
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