El federalismo y nuestro futuro
No sé por qué se ríen tanto el presidente del Gobierno, José María Aznar, y el presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, cuando se habla de federalismo en España. El presidente del Gobierno resuelve el asunto con un gesto displicente, como queriendo decir: "No me vengan ustedes con tonterías", y el presidente de la Generalitat hace chistes sobre la simetría o la asimetría del federalismo. O los dos se equivocan o los dos están pensando más en sus propias posiciones de poder que en el funcionamiento real del Estado, porque lo cierto es que nuestro sistema político es ya un sistema federal equiparable, en cuanto a su estructura, a los sistemas federales más desarrollados del continente europeo. Si algo les puedo recomendar a los dos presidentes es que, en vez de hacer gestos y de contar chistes, lean la ya importante literatura publicada al respecto en nuestro país y muy especialmente el recientísimo libro del catedrático de Derecho Constitucional Eliseo Aja que lleva por título El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales, un trabajo agudo y bien documentado sobre los veinte años de autonomías y nuestro futuro institucional.Su conclusión, que yo comparto, es que el Estado español es un auténtico sistema federal pero que no funciona plenamente como tal, o sea que tiene casi todos los atributos de un sistema federal, pero tiene serios problemas de funcionamiento y, por tanto, de desarrollo. Por esto, hablar de federalismo en nuestro país no es hacer literatura ni broma insensata, sino tomar una decisión clara y contundente: o quedarnos en el terreno ambiguo en que nos movemos hoy o avanzar seriamente hacia la culminación de nuestro Estado como un sistema federal capaz de enfrentarse con seriedad y coherencia con los retos de una nueva Europa que va a entrar en la fase decisiva de su unión.
Nuestro Estado no se llama federal porque cuando elaboramos la Constitución nos interesaba más la estructura que el nombre, y no sabíamos cuáles serían los ritmos, las realidades y los obstáculos del enorme cambio que nos proponíamos, o sea,pasar de un Estado hipercentralista y burocrático a un Estado descentralizado, abierto a las diversidades y capaz de enfrentarse con los retos de la nueva Europa. Por esto la Constitución no define un modelo completo y cerrado de Estado, sino que abre puertas a un cambio radical pero abierto a diversas posibilidades. Lo que se dice en la Constitución es que se generalizará un sistema de autonomías, que éstas no serán iguales en el ritmo pero sí en el desarrollo de las competencias, que coexistirán diversas fórmulas autonómicas basadas en unos hechos diferenciales hasta entonces ignorados o prohibidos, que se reconocerán y fomentarán las diversidades lingüísticas y los legados forales. Pero la Constitución no dice cuál será el sistema final ni como se gobernará y, además, cometimos un terrible error con la creación de un Senado que representaba a las viejas provincias cuando íbamos a crear un conjunto de comunidades autónomas, dotadas de Parlamentos y Gobiernos propios y de amplias competencias.
Han pasado veinte años, y lo que entonces era un proyecto se ha convertido en una realidad. La atribución de competencias a las comunidades autónomas, que en un primer momento se configuró en varias etapas y en diversos niveles, según el grado mayor o menor de desarrollo de las propias autonomías, ha alcanzado ya un alto grado de homogeneidad, se han dado pasos muy importantes hacia una mejor distribución de los recursos económicos, y podemos decir que aquel proyecto de entonces,ilusionado pero incierto, se ha consolidado y funciona.
Precisamente por esto estamos llegando al momento decisivo, o sea, el momento en que hay que definir claramente el futuro. En muchos aspectos institucionales somos ya un Estado federal, pero no lo somos en la forma de gobernar el conjunto, y si no resolvemos este problema, el propio sistema de las autonomías se puede deteriorar. En estos años, las relaciones entre las autonomías y el poder central se han basado casi totalmente en mecanismos bilaterales, o sea, de relación entre el Gobierno y cada autonomía por separado. Pues bien, esto ya no da más de sí. Los grandes problemas de desarrollo, de cooperación, de financiación, de relaciones con el exterior o de consolidación de los hechos diferenciales ya no se pueden seguir discutiendo caso por caso, uno por uno, porque hoy todos estos problemas tienen un alcance que afecta al conjunto del país, y cada vez más, al conjunto de la Europa comunitaria. Y lo cierto es que si estos problemas se pueden discutir, con dificultades, en el Congreso de los Diputados, no se pueden resolver en un Senado estancado. Tampoco se pueden seguir discutiendo, como hasta ahora, mediante las polémicas políticas entre los diversos líderes autonómicos a través de los medios de comunicación.
En definitiva, hay que pasar del tipo de negociación bilateral que ha predominado hasta ahora a la negociación intergubernamental, es decir, entre los Gobiernos central y autonómicos, con un Senado que represente de verdad a éstos. Sé muy bien que nuestro sistema de partidos nos ha llevado a una situación compleja, en la que partidos nacionalistas pueden condicionar la política del partido mayoritario en el conjunto del país y que éste es un problema nada fácil de resolver. Es cierto también que en un modelo federal como el de la República Federal de Alemania no hay diversidades lingüísticas ni nacionalidades distintas. Y aquí es donde nuestro propio sistema debe buscar su singularidad, llevando tan lejos como sea posible las relaciones intergubernamentales y, a la vez, respetando las situaciones diferenciales. Pero si queremos aportar a la nueva Europa todo nuestro peso, tenemos que compaginar la diversidad con la conjunción, el reconocimiento pleno de las diferencias con mecanismos de negociación interna que nos permitan negociar en Europa con la máxima fuerza. No podemos ir a la nueva Europa como una colección de debilidades dispersas, ni tampoco a través de vías diferentes, cada uno por su cuenta, porque perderemos todos.
De modo que ni cuchufletas ni chistes ni huidas hacia adelante. Hay que cambiar el Senado de arriba abajo, hay que crear mecanismos de discusión y de negociación permanente entre el Gobierno central y los autonómicos, potenciar las identidades propias pero no al precio de la ruptura y de la dispersión, impulsar las diversas vías, centrales y autonómicas, para el acercamiento a la nueva realidad europea y abrir caminos a unas generaciones que, afortunadamente para ellas, no han tenido que vivir la dureza de nuestro pasado. Lo demás es torpe y anacrónico.
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