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Tribuna
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Maragall

Enrique Gil Calvo

Pocas veces depara la política una ocasión tan apasionante como los actuales comicios catalanes, que si gana Pasqual Maragall podrían significar una revolución cultural, destinada a regenerar nuestra conciencia cívica. Algunos le acusan de gaseoso por combinar en su programa la tercera vía de Blair con dosis de nacionalismo difuso y aromas de olivo a la catalana. Pero eso demuestra su visión política, que le ha hecho sintetizar las tres grandes ideologías que seguirán vigentes el siglo que viene: el liberalismo democrático, la protección socialdemócrata y la identidad comunitaria. ¿Se puede pedir más?Sin embargo, mi esperanza no se funda en el programa de Maragall, sino en la nueva cultura política que su figura parece anunciar. Creo que nos hallamos ante una divisoria histórica que separa dos formas de hacer política: la vieja manera de los grandes líderes del pasado, como Felipe González y Jordi Pujol, frente al nuevo modo que Maragall prefigura. Con esto no me refiero a matices estilísticos, sino a diferencias que afectan al contenido sustancial de la política. Y para precisar los términos, identificaré la vieja partidocracia con sus dos peores vicios congénitos: la mercantilización y el paternalismo.

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La mercantilización de la política supone centrar su objeto no en los derechos de los ciudadanos, sino en sus intereses materiales. Por supuesto, estos últimos también forman parte del debate político, pero no deben convertirse en su única razón de ser, pues cuando así sucede la democracia se envilece, como revela el caso Gil. Reducir la política al tráfico de intereses en nombre de la buena gestión significa caer en su privatización, imitando el ejemplo liberal norteamericano, que ya está privatizando las cárceles. Es la conversión de la democracia en mercado de votos, según el modelo propuesto por Anthony Downs (en su Teoría económica de la democracia, de 1957).

Nuestra partidocracia comenzó a mercantilizarse bajo la égida socialista, que redujo a los ciudadanos a meros clientes ávidos de subsidios, contratos o comisiones: fue el complejo Filesa. El régimen de Aznar ha proseguido intensificando la privatización, camuflada tras empresas intervenidas que actúan como macro-Filesas clientelares. Y el síndrome GIL está reduciendo el proceso al absurdo, al privatizar del todo la política convirtiéndola en una obscena Filesa desnuda. Pero no hay por qué escandalizarse, pues el gilismo sólo lleva a sus últimas consecuencias la práctica habitual de los partidos, duchos en el corrupto tráfico de influencias. La única diferencia es que el gilismo saca el dinero de la política para llevárselo a casa, mientras que los partidos lo reinvierten en su propia autoperpetuación organizativa.

y para encubrir su mercantilización, la partidocracia se disfraza de paternalismo prestado en presunto beneficio de sus electores. Por eso presentan su despotismo como ilustrado, ya que lo ejercen en nombre de las bases sociales a las que se dice representar, pero ante las que no se rinde cuentas, impidiéndoles participar. Aquí sobrevive el clientelismo latino heredado de los romanos, revivido después por el caciquismo y el nacionalismo del liberalismo decimonónico, y hoy encarnado por el liderazgo carismático de grandes padres de la patria como González o Pujol: los padrinos y patronos que regentan las redes oligárquicas de sus partidos. De ahí la paternal condescendencia con que el patriarca administra el destino de los súbditos que se someten al cuidado de su patrocinio. El resultado no es sólo sectario, pues fuera de su iglesia no hay salvación, sino además antidemocrático. Éstos son los males de la vieja política que, una vez llegado al poder, debiera erradicar Maragall, en tanto que ajeno a la máquina de su partido. Y si lo logra, esperemos que su ejemplo se extienda al resto de España, regenerando así el civismo de nuestra democracia. Pues de creer a Ronald Inglehart, con su tesis sobre el cambio cultural hacia valores posmateriales, ciudadanos dispuestos a seguirle no le van a faltar: sólo hace falta que antes acudan a votar a Maragall.

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