LA CASA POR LA VENTANA Los gritos de rigor JULIO A. MÁÑEZ
Un célebre personaje teatral de Peter Handke que no aprendió a hablar hasta su madurez decía que debido a que la nieve era blanca creyó durante mucho tiempo que todo lo blanco era nieve, por lo mismo que el demócrata sobrevenido tiende a pensar que todas las maneras de ejercer la democracia se parecen mientras que las dictaduras lo son cada una a su manera. Y así como fueron abundantes las personas que colaboraron con el franquismo sin romperse la cabeza con preguntas estériles sobre su legitimidad de origen, está por ver lo que habrían hecho algunos de los que ahora mandan si su vocación de servicio hubiera coincidido en el tiempo con el prolongado mandato del general. Una argumentación de esa clase y bastantes artimañas bastaron al socialismo de la transición para liquidar a esa ucedé que ahora se propone resucitar Mario Conde, quién sabe a cambio de qué tipo de estipendios. Y no se puede descartar así como así la hipótesis de que en la segunda transición preconizada para su usufructo por José María Aznar figure como uno de sus más severos objetivos la liquidación del socialismo como fuerza electoral alternativa durante los próximos cuarenta años. El asunto es que los socialistas se lo están poniendo más fácil que Adolfo Suárez a Alfonso Guerra, incluidos los bises del Fraga Iribarne correspondiente en la figura reciente de Felipe González. Predisposiciones ucrónicas al margen, lo cierto es que un cierto caudillismo más parasitario que motivado se adueña de las altas esferas de un partido popular que en su vertiente local revalida a Eduardo Zaplana por una aclamación tan exageradamente unánime que algunos de sus acólitos consideraron la conveniencia de fingir alguna oposición en los listados del entusiasmo indescriptible y los gritos de rigor a fin de comulgar cumplidamente con la etiqueta demócrata a la europea. Que además se delegue la portavocía ideológica en un pensador de la talla del risueño Alejandro Font de Mora indica bastante a las claras que, así como los ideólogos franquistas bascularon desde el fascismo agrario hacia las medallas del anticomunismo de ocasión para encontrar tibio acomodo entre las grietas de la guerra fría, los popularistas ponen en entredicho un pasado ejemplar, aunque algo turbio, no para entonar un acto de contricción que nadie les exige sino para someter su conciencia al examen no pedido de una selectividad socialdemócrata que se erige como el horizonte electoral del próximo milenio. Que semejante reorientación intente por todos los medios encandilar sobre todo a los jubilados contribuye a persuadirnos de hasta qué punto la carencia de una auténtica determinación ideológica susceptible de movilizar al conjunto de la sociedad se concreta en el cantamañanismo de una opción que resulta grotescamente electoralista incluso mucho antes de llegar a formularse. Hasta el sonriente Tony Blair (que ahora se dispone a radicalizar sus posiciones, presumiblemente horrorizado de ser parasitado también por Ana Botella), es algo más consecuente cuando trata de que la distancia entre lo que se dice y lo que se hace no desborde lo estrictamente necesario, delicadeza histórica reveladora de una esmerada educación y en todo desconocida por sus apresurados epígonos locales, por más capas de recio blasquismo alcireño que se quiera añadir al asunto. No es sólo Tarancón (nada menos que Educación y Cultura nos contemplan) y su desacomplejada apertura de curso, quien resulta menos creíble como autoridad de su cosa que Ana Belén haciendo de detective privada, ni siquiera la conveniencia de acompañar a quienes sospechan que la política del Consell es el testaferro perfecto para acrecentar la prosperidad de sus numerosas amistades, algo que tal vez siempre ha sucedido pero nunca como ahora a cambio de una devastación tan minuciosamente calculada. Es más bien esa reminiscencia de una época ya muerta que se hace cada vez más tenue con el lento desgaste de la huella de los días, un tanto a la manera de los dinosaurios, concebidos de una manera demasiado estrepitosa tanto para permanecer vivos mucho tiempo como para desaparecer por completo una vez muertos. Es también la ambigüedad pactada sobre el asunto Pinochet (una sombra funesta de brutalidad y destrucción enmohece todavía su ceño asesino), de cuyo desenlace depende buena parte de la decencia futura de este mundo. Nuestras autoridades serían, por una vez, consecuentes si entre los galardonados este año por la Generalitat en el Día de la Comunidad figurasen el padre Llidó -a título póstumo- y Joan Garcés por su contribución a la más entusiasta y verídica actualidad democrática.
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