Collar veneciano
LUIS DANIEL IZPIZUA Más de un millón de turistas han visitado Euskadi en lo que va de año. Y estamos exultantes. Se trata, sin duda, de una buena noticia que señala un cambio de tendencia, pero esperemos que nuestra autosatisfacción no extraiga de esa cifra conclusiones equivocadas. Nuestro atractivo sigue siendo limitado. Venecia recibe al año a trece millones de turistas. El cadáver más bello resiste impasible, y quiero creer que indiferente, ante esa marea humana a la que regala sus flores de plástico. Los venecianos, mientras tanto, huyen de esa ciudad inútil, a la que sólo debieran tener acceso las almas inútiles. Régis Debray la aborrece. La considera una enfermedad peligrosa, y ve en ella el más horrible espejo de aquello en que puede devenir Europa: el cementerio de la memoria. Un negocio cuyo consejo de administración estaría formado por americanos y asiáticos. Nunca he sido antiamericano -una declaración tópica que en mi caso es cierta-, pero confieso que empiezo a estar harto de ellos. Lo malo de un imperio no es que sea imperio, sino que sea de mala calidad. Puestos a aceptarlos como inevitables, tendríamos que exigir a los imperios que aportaran al menos algo tan bueno como lo que quitan, si no mejor. Los viejos imperios unían, éste divide. Desde su definitivo triunfo poscomunista está reduciendo el mundo a cachitos. Todas las teorías en que se apoya la dispersión salen del gran laboratorio americano: pragmatismo, deconstrucción, multiculturalismo, etc. ¡Ah, pero ellos no se dividen! No sólo no se dividen, sino que acabarán tragándose Canadá. Es nuestro viejo continente el que terminará desmenuzándose para que ellos tengan sus raíces y puedan celebrar su festejo multicultural. Ellos: los humanos. Nosotros: sus monos. A pesar de que sigan empeñados en rechazar a Darwin. Dice George Steiner que raíces las tienen los árboles, que los seres humanos tenemos piernas para correr. Pues bien, a los europeos nos están dejando sin patitas. También según Steiner, la cultura norteamericana no aporta nada nuevo a la cultura europea que la constituyó. Y declara de forma tajante: "El aparato dominante de la alta cultura norteamericana es la custodia. Las instituciones artísticas y educativas constituyen el gran archivo, inventario, catálogo, almacen, trastero de la civilización occidental". Eso fue lo que les dio nuestro imperio. ¿Qué nos entrega ahora el suyo? Nada, basura. Y no contentos con lo que les dimos, pretenden ampliar el archivo creando nuevas dependencias en su tierra de origen. Les dimos cultura y ahora nos piden raíces, aunque para ello tengamos que matarnos entre nosotros. Y todo a cambio de hamburguesas y de un inglés nasalizado La civilización europea fue voraz, para bien y para mal. Y lo fue desde Atenas: un imperio, por más que nos empeñemos en convertirla en una mascarada de atletas desnudos y vestales con ánforas. También Europa se está convirtiendo en una mascarada después de haber perdido su impulso: un conjunto de jardincillos, repletos de pastores y pastoras que bailan al son de sus pífanos ante hermosos palacios. El resto es lamento. Y mucha tontería estéril. Leo hoy mismo las opiniones de dos intelectuales europeos sobre Internet: uno de ellos ve ahí el apocalipsis, el otro la apoteosis. Seguramente marran los dos, pero hay un fundamentalismo laico europeo que trata de ver en cada nuevo artilugio la clave de la salvación o del averno. Ven los toros desde la barrera, y eso es un síntoma de decadencia. Naturalmente, no abogo por recuperar el imperio, pero sí por reconquistar el ingenio, y mientras sigamos empeñados en convertirnos en el cajón de la abuela del americano de Los Angeles la llevamos clara. Y regreso a Venecia, ciudad que me apasiona, a pesar de lo que diga Régis Debray. Y veo ante mí la casa del inmenso Tintoretto, una casa humilde cerca del campo dei Mori. No creo que sea fácil encontrar hoy en día un artista de su talla. Pero cuánta farfolla, foco, copetín, palacio. Seguramente para disimular la nada; incluso es posible que para mantener la nada. Al fin y al cabo, también esta época ha de tener su gloria, aunque sea falsa. Huellas de su paso, huellas de su paso. Pero Venecia le sigue dando en eso una lección.
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