Velázquez
Se dicho por ahí que la Sevilla de Velázquez fue la mejor de las posibles, una ciudad abierta al mundo y civilizada, vibrante y dinámica, quizás la placenta histórica donde creció la ciudad más envidiable de su larga historia. Pssss. En el imaginario de cada cual crecen los antojos míticos conforme a una variado catálogo de informaciones y deformaciones. Y si hay que creerse que aquella Sevilla fue la mejor de las posibles porque hay que vender la ciudad de Velázquez, nos lo tragaremos. Pero sólo como argumento de venta o argucia mercantil. No como riguroso argumento histórico. Cuando disfruten de la magnífica exposición que en la vieja Cartuja nos ha montado la señorita Calvo, reflexionen sobre la vida en aquella ciudad que representan sus personajes más populares. Sus ropas, sus actitudes, sus condiciones, el parquísimo festín de sus mesas. Es una ciudad, sin embargo, sobre la que está lloviendo doblones de plata y onzas de oro que vienen desde las minas de Carabayas y Potosí o Yauricocha pero que será incapaz de mejorar las condiciones sociales y humanas de sus habitantes. Sufrirá epidemias devastadoras y se entretendrá con los autos de fe de la plaza de San Francisco, verdaderas crónicas marcianas de la época, para que una Iglesia aberrante y despiadada viva una de las etapas más negras de su historia. Por el Arenal se moverán familias enteras que poco o nada tenían en este mundo y que harán lo posible en la Casa de la Contratación para castellanizar su sangre y conseguir un expediente honroso para poder iniciar otra vida mejor en América. Es una Sevilla que sabe del horror de la esclavitud y que se enriquece con su comercio para que Velázquez (quizá el único pintor de su época que lo refleja) demuestre su fina sensibilidad llevando su drama más suave, el doméstico, a los lienzos. ¿Fue aquella la mejor Sevilla de las posibles? Me resisto a creerlo y, en cualquier caso, me quedo con la que vivo y viviré, a partir de mañana, la que sufrió Velázquez. Una Sevilla cerrada sobre sus murallas y sellada por la insoportable vehemencia política y religiosa de aquellos tiempos. Una ciudad magnífica para que nos la desvele Domínguez Ortiz y para que nos la acerque el joven pintor sevillano, sin duda, lo más notable y universal de una Sevilla que, a Dios gracias, no volverá.
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