Ogros
JOSÉ LUIS FERRIS La sala de urgencias tiene el aire helado y un rumor de gemidos que le recuerda mucho el mundo de los tristes. Siente frío. Tiembla tanto como la última vez, cuando entre varias enfermeras, con una insólita delicadeza que él agradeció allí mismo, forzando la sonrisa, le quitaron la ropa y le cubrieron con una sábana blanca, infinita y suave para él. Piensa en ellos, en Carmen, en Javier, y la ternura adquiere de pronto el rostro indeciso de las cosas feroces. Pudo haberles querido pero les temía demasiado. Ocurría con frecuencia: él lloraba por hambre o por desidia, daba igual, y ellos irrumpían en la penumbra del cuarto ostentando sus garras para que se callara del todo. Siempre callado. En su zulo de madera con barrotes de palo y una calcamonía de Bambi en el cabezal que le evocaba un paraíso diferente, sin ese olor a cerrado y a sí mismo, Ignacio trataba de quererles por encima del temor. Pero esta vez el dolor y el miedo fueron más fuertes que sus ganas de ser niño y el ogro de siete leguas se escapó sin remedio de ese cuento que nadie le leía para dormir, y apareció de nuevo, y le zarandeó como a un bebé de trapo y le clavó sus fauces sin clemencia, sin lástima posible. En la UCI del hospital de Vigo, solo entre cables y ventilaciones mecánicas de última tecnología, cerró los ojos y soñó que alguien le besaba en la frente. Simplemente eso. A Ignacio le bastaba. Pero el beso no salió nunca de unos labios, ni siquiera de Carmen, su madre, a quien hubiera abrazado tantas veces, impulsivamente, sin temerle apenas, buscando en ella una caricia y no esas manos desconocidas que ahora presionan con desesperación sobre su pecho, como si los niños pudieran morir como un juguete roto. Pero él está cansado, no tiene fuerzas ya para oír palabras como "parada cardiorespiratoria" o "trastornos metabólicos severos". La sala es ya muy fría y sus ojos se entornan con gravidez de piedra. No puede más. La zarpa de ese ogro malo que tanto se parece a papá y a mamá le hizo mucho daño y él se duerme pensando que la vida no es amable, que no hay un beso siquiera para soñar despacio.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.